Educación, nación y legado
Sarmiento: cuando educar fue hacer patria

Maestro, presidente y visionario, sembró las bases de un país alfabetizado cuando aún reinaba la barbarie.
“Partiendo de la falda de los Andes nevados –escribe Sarmiento–, he recorrido la tierra y remontado todas las pequeñas eminencias de mi patria. Al descender de la más elevada [estaba finalizando su presidencia], me encuentra el viajero, sin los haces de los lictores [escoltas de los magistrados romanos], amasando el barro informe con que Dios hizo el mundo, para labrarme tierra y mi última morada. (…) Dejo tras de mí un rastro duradero en la educación y columnas miliarias en los edificios de las escuelas que marcarán en América la ruta que seguí”.
Estas palabras condensan con lucidez el legado de Domingo Faustino Sarmiento, el más inquieto y visionario de los próceres argentinos. Escritor, político, periodista, presidente y, por sobre todo, maestro. Su lucha no fue únicamente contra los caudillos o la barbarie, como reza el revisionismo que tantas veces lo caricaturizó, sino contra la ignorancia, esa enfermedad social que aún nos carcome.
Sarmiento fue un autodidacta implacable que entendió desde joven que la educación era el único camino posible para transformar al país. Su pensamiento se resume en una de sus frases más repetidas: “Hombre, pueblo, Nación, Estado: todo está en los humildes bancos de la escuela”. Y no fue sólo palabra: fue acción. A lo largo de su vida, impulsó la creación de más de 800 escuelas en todo el territorio nacional.
Durante su presidencia (1868-1874), elevó el presupuesto educativo a niveles inéditos y creó la primera red nacional de escuelas normales, destinadas a formar maestros. En ese tiempo se construyeron edificios escolares, se multiplicaron los establecimientos de enseñanza primaria y se alentó la educación femenina, un hito poco común en el siglo XIX. Trajo docentes desde Estados Unidos y Europa, sabiendo que para educar a un pueblo había que empezar por profesionalizar a quienes enseñaban.
Creó también bibliotecas populares a lo largo del país, impulsó el Observatorio Astronómico de Córdoba, la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas en Buenos Aires y fomentó el desarrollo del telégrafo y el ferrocarril, comprendiendo que la comunicación y la educación debían avanzar juntas. Fundó la Escuela Naval, la Escuela de Artes y Oficios, y estableció el Boletín Oficial de la Educación, una herramienta de difusión pedagógica.
Ya retirado de la presidencia, no abandonó su misión. Como Superintendente General del Consejo Nacional de Educación, bajo la presidencia de Julio A. Roca, fue el gran impulsor de la Ley 1.420 de Educación Común, Gratuita y Obligatoria, sancionada en 1884. Su enemistad con Roca no fue obstáculo: Sarmiento pensaba en los niños por venir. Y tenía razón. A diez años de su implementación, el 90% de los argentinos sabía leer y escribir, situando al país a la vanguardia de América Latina y por delante de muchas naciones europeas.
En las puertas de la ancianidad, el sanjuanino repasó su vida como legado. Se observó satisfecho en el espejo de la historia, pleno, orgulloso. No herraba, y en su sentencia sobre el juicio de los demás tampoco: “No seré apreciado sino veinte años después de mi muerte”.
Sucedió a Mitre en la presidencia cumpliendo un sueño, una aspiración a la que alguna vez se refirió diciendo: “si me dejan, le haré a la historia americana un hijo”. Y lo dejaron…
Sarmiento no fue el monstruo descripto por el revisionismo, ni tampoco el bondadoso anciano que rondó nuestra infancia. El Sarmiento real es muy complejo y, haciendo un equilibrio de su existencia, merece sobradamente el brillo del bronce. No hubo blindaje omnipotente frente a la tempestad de analfabetismo historiográfico —así como su divulgación masiva—, y en los últimos años vimos al prócer pisoteado por cualquiera, siendo extrapolado de su tiempo y espacio. Corroborándose plenamente una de sus grandes máximas: “la ignorancia es atrevida”.
El ilustre cuyano fue ante todo un periodista. Ahí encontramos su esencia, su mayor verdad. Pero entendió desde muy joven que solo existía un camino para cambiar al mundo: la educación. Y entonces, tuvo también que ser maestro. Sintetizó esta convicción al escribir: “Hombre, pueblo, Nación, Estado: todo está en los humildes bancos de la escuela”.
Educar siempre y a todos. En carta a su nieto Augusto Belín —por entonces de trece años— le aconseja: “Es preciso tener siempre presente que para abrirse camino y adquirir posición y medios necesitas una buena educación”. Años más tarde, el mismo Augusto describió este aspecto tan característico de su abuelo:
“…cualesquiera fueran sus obligaciones, se hacía un deber enseñar a leer y escribir a toda criatura que tuviera a su servicio.
Él ha narrado las aventuras de un coya boliviano al que enseñó a leer en tiempos de la Confederación y que entusiasmaba a engancharse a los domésticos, leyéndoles las noticias de los diarios.
Siendo presidente, daba lecciones de lectura a un camarero de la más pura Galicia y tan bozal que nunca pudo sacarlo bueno, aunque le prodigase más paciencia que a las Cámaras del H. Congreso.”
Sarmiento tuvo grandes falencias, pero también inmensas virtudes. Conocerlo en profundidad —colocándolo en tiempo y espacio— solo lleva a admirarlo; pues, como buen estadista, sembró futuro alejando a generaciones de argentinos de tinieblas ignaras.
En cierta forma, Domingo Faustino nos esbozó con su pluma. La misma que utilizó para firmar innumerables decretos y leyes que llenaron al país de escuelas, ferrocarriles, telégrafos, bibliotecas, observatorios y caminos. Una Argentina nueva creció bajo su sombra, esa que anheló mucho tiempo antes, en un pequeño patio de San Juan.