Salud mental: el costo de educar
¿Quién cuida a los que educan?

Psiquiatra

El síndrome del “docente quemado” afecta a miles en Argentina, dejando a quienes educan al borde del colapso. Dos historias revelan su impacto y la urgencia de medidas preventivas.
Gabriela llegó a mi consulta en enero de 2024, con lágrimas que no podía contener. Profesora de física en el Mariano Moreno durante décadas, su voz temblaba al hablar. “Siempre me sentí privilegiada porque me pagaban por lo que me gustaba, pero ahora no quiero entrar al trabajo”, confesó. Un cambio en la dirección del colegio, tras su renuncia como vicerrectora, la sumió en un torbellino de maltrato y soledad. “Perdí la alegría”, admitió, describiendo noches sin dormir y una ansiedad que la mantenía atrapada en su agotamiento.
Meses antes, en 2023, conocí a Gustavo, un profesor de filosofía de 59 años a punto de jubilarse. “Me incorporaron más horas y me compliqué la vida”, relató. La ansiedad lo consumía: faltaba al trabajo sin explicación, dejando a sus alumnos sin clase, algo que lo llenaba de culpa. “No duermo, estoy ansioso por la jubilación, pero me asusta no terminar”, dijo. Su sueño entrecortado y su angustia reflejaban 30 años de desgaste en el aula.
Ambos padecían burnout, o síndrome del “docente quemado”, un trastorno caracterizado por agotamiento emocional, despersonalización y baja realización personal. Los síntomas son evidentes: fatiga crónica, insomnio, irritabilidad, pérdida de motivación y, en casos severos, dolores físicos. El diagnóstico se confirmó mediante entrevistas clínicas que exploraron su entorno laboral, junto con el Maslach Burnout Inventory (MBI), una escala que evalúa el agotamiento, la despersonalización y la realización personal. La evaluación basada en el DSM-5, específicamente el Eje IV (problemas psicosociales y ambientales), identificó las tensiones laborales como el principal desencadenante. Para Gabriela, el maltrato institucional y la soledad fueron clave; para Gustavo, la sobrecarga de horas y la presión de un sistema inflexible.
En Argentina, el burnout docente es una crisis silenciosa. Un estudio de la UBA (2023) reveló que el 60% de los docentes reporta síntomas de burnout, y el 45% sufre ansiedad severa. La OMS (2022) estima que este síndrome afecta al 20% de los educadores globalmente, agravado por jornadas extensas, alta carga administrativa, expectativas sociales y falta de apoyo institucional. Las historias de Gabriela y Gustavo encarnan estas estadísticas: la presión por cumplir planes curriculares, gestionar aulas complejas y enfrentar dinámicas laborales tóxicas desgasta la salud mental de quienes sostienen la educación.
El impacto del burnout va más allá del docente. Profesores agotados, como Gustavo, muestran menor compromiso, lo que afecta la motivación de los estudiantes y el clima escolar. La despersonalización, como la que Gabriela experimentó, puede traducirse en actitudes distantes hacia los alumnos, debilitando la conexión esencial para el aprendizaje. Además, el abandono de la profesión por docentes experimentados agrava la escasez de educadores, un problema crítico en el sistema educativo argentino.
La prevención es el camino. Las escuelas pueden implementar programas de capacitación en manejo del estrés, crear espacios de apoyo emocional y redistribuir las cargas laborales. A nivel sistémico, el Ministerio de Educación (2023) reporta que solo el 15% de los docentes accede a programas de salud mental, lo que subraya la necesidad de políticas integrales. Fomentar una cultura de reconocimiento y colaboración, como la que Gabriela anhelaba, puede fortalecer la resiliencia de los educadores. Algunas provincias ofrecen talleres de contención emocional, pero estos esfuerzos son insuficientes frente a la magnitud del problema.
El burnout docente no es solo un drama personal; es un desafío que interpela a toda la sociedad. Las historias de Gabriela y Gustavo nos recuerdan que quienes educan a nuestros hijos enfrentan un desgaste silencioso que no podemos ignorar. Diagnosticar el síndrome con herramientas precisas y actuar preventivamente son pasos urgentes para proteger a los docentes y garantizar un sistema educativo saludable. El aula debería ser un lugar de crecimiento, no de colapso. ¿Quién cuidará a los que educan si no empezamos ahora?