El juego y la elección
Pan y queso

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Una metáfora entre el juego infantil y las elecciones que marcaron el renacer democrático de 1983.
Para un chico de 13 años de los barrios bajos, en la feliz década del 80, la elección más importante de su vida era el “Pan y Queso” en la plaza de la otra cuadra. Es en ese momento donde tus habilidades se ponían en consideración del otro y te sentías parte de un cruel mercado de futbolistas. Era allí cuando el valor que suponías tener descendía irremediablemente a medida que pasaba el tiempo y los elegidos no tenían tu nombre ni tu apodo. Para quienes disfrutamos de una pelota, ese era uno de los momentos más trascendentales de nuestras vidas.
Ser elegido entre los primeros constituía una suerte de aval a nuestro juego, a nuestra forma de ver el fútbol y, por qué no, a nuestra forma de encarar la vida. Ver cómo nuestros pares atravesaban el umbral de la elección mientras vos te quedabas del lado de los indeseables era una verdadera afrenta a tu autoestima. A veces, y solo a veces, te elegían por cariño o por amistad. Y aunque eso siempre es valorable, no cuenta. Todos sabemos que si un amigo no se destacaba en el fútbol, la amistad podría quedar para el sáunche y la Coca que se disfrutaba después del partido. Antes, no. El Pan y Queso que se precie de tal debe ser cruel, pero también justiciero. Al fin de cuentas, el dedo del pueblo nunca se equivoca.
En los años 80, una década de cambios y esperanzas que sin dudas dejó una huella indeleble en el corazón de muchos argentinos, las elecciones resultaron ser una nueva forma de vida para muchos de nosotros. Con mis 13 años, y claramente sin el derecho a votar, el 30 de octubre de 1983 terminó siendo, igual que para muchos, el inicio de una forma de vivir que, gracias a Dios y a pesar de muchos delincuentes disfrazados de políticos, no cambiaremos más.
En lugar de definir los protagonistas de un partidito de fútbol, el Pan y Queso de aquel 30 de octubre determinó el inicio de una nueva forma de vivir para una sociedad plagada de tensiones, frustraciones y muerte. Y que, si la cosa salía bien, iba a transformarse en otra con aspiraciones de profundas transformaciones, anhelos de justicia y reconciliación. Así, los argentinos acudieron a las urnas en lo que sería un evento histórico: las primeras elecciones democráticas desde 1973.
La campaña electoral estuvo plagada de entusiasmo y fervor popular. También de algunas mentiras. Los partidos políticos, que habían estado prohibidos o acallados, resurgieron con fuerza. Los dos candidatos principales, Raúl Alfonsín de la Unión Cívica Radical e Ítalo Argentino Luder del Partido Justicialista, fueron los protagonistas de la primera grieta que los chicos como yo presenciamos en vivo y en directo. Luego llegaron otras con protagonistas más duros y también más ignorantes.
Los años oscuros generados por los infames regímenes autoritarios nos regalaron el regreso de la democracia y el esperado despertar de un país que buscaba sanar sus heridas. La década comenzó con una Argentina aún bajo el yugo de una dictadura militar que había usurpado el poder en 1976. Un período marcado por la represión, la censura y la desaparición de personas. Sin embargo, para 1983, la presión interna y externa sobre el régimen militar había aumentado, especialmente después de la Guerra de Malvinas, que debilitó significativamente al gobierno de facto.
Aun con la herida de la guerra sangrando en la oscuridad, la democracia renacía, aunque parecía tan frágil como esa flor que se empeña en crecer después de la tormenta. Las promesas de justicia y reconciliación se anunciaban como un bálsamo para un pueblo ansioso por dejar atrás el pasado. Esas promesas, con el Pan y Queso algo desacreditado, siguen hoy brillando por su ausencia.
La llegada de las urnas fue una verdadera esperanza para muchos. Y el devenir de la vida política nos demostró que lo de 1983 fue mucho más trascendente que nuestro Pan y Queso en la plaza de la avenida Juan B. Justo. Elegir era un derecho. Aunque aquella alegría por determinar nuestros destinos pronto se toparía con la cruda realidad de una economía tambaleante y una sociedad dividida que hasta hoy muestra su peor faceta.
Cajón de Herminio mediante, la fórmula Alfonsín-Martínez logró una contundente victoria sobre la de los justicialistas Luder-Bittel. El gobierno radical marcó el retorno a la democracia y, con Raúl Alfonsín en el poder, se vislumbró la esperanza de un futuro mejor. El nuevo presidente se comprometió a restaurar las instituciones democráticas, a promover los derechos humanos y garantizar la justicia contra los crímenes cometidos durante la dictadura. Su lema, “Con la democracia se come, se educa y se cura”, resonó en el corazón de una nación ansiosa por el cambio. Pero lo que en realidad cambió fue la moneda y el Austral fracasó, barriendo con nuestros sueños de progreso y bienestar. El primer gran desengaño de nuestra nueva democracia llegó a poco más de cinco años de ser instaurada. Triste. Pero esa es otra historia.
Mientras mirábamos el mundo desde nuestra esquina, la tele de principios de los 80 nos mostraba a Reagan y a Thatcher al mando y al soviético Gorbachov a punto de entender. El planeta atravesaba sus propios dilemas y América Latina vivía su renacimiento democrático. En países como Brasil, Chile y Uruguay, la transición hacia gobiernos elegidos por el pueblo levantaba esperanzas. Este cambio fue impulsado por una combinación de factores, incluyendo presiones internas por reformas políticas y económicas, e influencias externas como la caída del comunismo en Europa y la promoción de la democracia por parte de algunos organismos internacionales.
Con aquella democracia incipiente que, culpa nuestra o de la paupérrima oferta política, nos trajo más sinsabores que certezas, debo decir que aún recuerdo con ternura esa televisión de los 80. Era la verdadera protagonista de las campañas electorales junto a los afiches en los que las sonrisas brillaban más que las propuestas. Con su color desajustado y el tono pastel de tubo catódico, la TV constituía el único puente entre los candidatos y el electorado. Las redes sociales no existían ni habían lastimado la credibilidad, y las tecnologías de la información recién comenzaban a hacer sentir su presencia, prometiendo una transformación en la manera de comunicar que hoy nos muestra la posverdad como si fuera una realidad irrefutable.
Las elecciones de los años 80 no fueron meros acontecimientos políticos; fueron verdaderos capítulos de nuestra historia. Una hisotria cargada de emociones y desafíos. De incertidumbre y de cambio. Para los que iniciábamos el secundario en ese momento, fue una época de aprendizaje sobre la importancia del voto popular, la participación política y los valores democráticos. Fue el primer Pan y Queso verdaderamente importante de nuestras vidas. Una elección en la que los argentinos buscamos líderes que pudieran guiarnos hacia un futuro mejor. Fue el momento en que entendimos definitivamente que la democracia, aunque imperfecta, es la mejor herramienta para construir un mañana más justo.
Hoy, al recordar el momento en que poníamos un pie delante del otro en esa danza excitante en la plaza de la esquina, entiendo que la elección de este domingo es bastante más trascendente. Y también más difícil. Porque cuando éramos chicos, el Pan y Queso nos obligaba a elegir entre un puñado de amigos inocentes. Hoy debemos elegir políticos. Y eso, a esta altura del partido, es un verdadero problema.
