Infancia y despedidas
Muerte en la calle Camarones

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Villa Luro, un abuelo que se va, y el niño que aprende a esperar.
Los años 70 y 80 fueron de erosión silenciosa. La crisis económica y el principio del fin de la dictadura generaron un ambiente de incertidumbre que, lamentablemente, con el tiempo fue creciendo. Los barrios cayeron en un pozo de deshonra y no murieron de un solo golpe, sino por el lento desgaste de las relaciones sociales, por el individualismo que se hizo rey, por la mezquindad del prójimo, por el miedo incipiente a la delincuencia que hoy nos atosiga y no tiene solución y por el incesante deterioro cultural y educativo que merece decenas de párrafos aparte. La muerte del barrio fue, en gran medida, la muerte definitiva de la inocencia y de la vida comunitaria.
Para un chico de diez años como yo, el barrio era un laberinto que se achicaba. Y la muerte no era una palabra que incluyera el desasosiego social, sino que era algo más simple. Era algo parecido más bien a la hora de la siesta o al cierre repentino del kiosco donde vendían figuritas que a la pérdida de valores o de amigos. Era la conciencia fría, pero imperceptible de que la libertad se empezaba a encoger hasta el límite de la puerta de calle. Para ese niño, la crisis era el sabor amargo de no tener la sonrisa del amor de tu vida. La muerte no era mucho más que un concepto que se vestía de recuerdo, o de lejanos familiares en blanco y negro que no habías conocido y que no era lógico que extrañes.
Sin embargo, el tiempo me fue demostrando que no hay forma de derrotarla. Desde la impaciencia que supone esta vida gobernada por la inmediatez, descubrimos que es imposible vencer a la muerte. Porque está ahí, esperando con su vestimenta oscura, disfrazada de destino. Inalterable, impertérrita. Se adivina su sonrisa hija de la suficiencia y de la soberbia del que se sabe ganador. Está ahí. Tan cerca y tan lejos.
En Villa Luro, durante un abril de fines de los 70, experimenté el primer llanto que provoca la muerte. Mi abuelo, un gallego duro, de los de antes, de pocas palabras y de carácter más bien tosco, casi hostil, dejaba este plano para que yo sienta la crueldad de mi primera pérdida verdadera. Lo lloré sin entender que estaba experimentando la desconocida novedad de la tristeza inaugural.
No sé cómo fue para vos, pero para mí, la muerte que se vivía en la infancia no era el final. No era esa certeza inamovible que luego aprendés a temer y con la que convivís de manera natural. Era algo más suave, más confuso, como una niebla que se lleva a la gente sin avisar, y que, en mi inocencia, sospechaba que algún día se disiparía.
Jamás olvidaré a mi papá anunciándome la muerte del suyo en la casa de Maico, un amigo que me cobijó en su inmenso patio de la calle Camarones para atenuar el dolor y disfrazar los extraños viajes de mis padres hacia el Centro Gallego, en la esquina de Pasco y Belgrano, donde el abuelo dejó de respirar. Recuerdo mi llanto confuso y recuerdo también que no entendía por qué. Seguía esperando que el abuelo regresara. ¿A dónde se había ido? Al cielo, me decían. A un lugar de estrellas y suaves nubes. Y yo, que creía en los héroes que siempre regresan, me quedaba esperando su paso pesado, convencido de que, si esperaba lo suficiente, lo vería bajar por las escaleras que iban a la terraza.
La muerte en la infancia es una puerta entreabierta, un misterio difícil de comprender para la mente de un chico, pero que a la vez es una promesa de que quizás, si esperás lo suficiente, el abuelo regrese. No experimentás esa sensación de pérdida definitiva. Solo hay una espera paciente, una fe ciega, una tristeza que es más bien una extrañeza, una nostalgia por lo que no está. Un anticipo de melancolía por un futuro bien distinto a ese presente en el que los abuelos son invencibles. Es una etapa de transición, una dolorosa lección que poco a poco nos enseña que algunas partidas son para siempre, aunque nos cueste aceptarlo.
A medida que el tiempo pasa, la muerte se viste de un traje diferente. Ya no es esa niebla que se lleva a la gente, ni ese viaje al cielo que algún día puede terminar con un pasaje de regreso. Es más bien una brutal interrupción. Una cachetada que te saca de tu burbuja y de esa estúpida certeza que afirma que la vida es un camino largo hacia un destino especialmente diseñado para vos.
Cuando crecés, ya no mirás al cielo buscando un rostro entre las estrellas. Ahora, la muerte es un vacío físico y palpable. Te das cuenta, de golpe, que la vida no es un ensayo, y que las personas que amás pueden irse de un momento a otro, sin previo aviso.
Una mañana de no sé qué año, mientras el Sol se empecinaba en entrar por las rendijas de la persiana de la calle Cortina, me despertó el grito desesperado de un vecino. Cruzando la calle, más bien para el lado de Magariños Cervantes, la madre de un alguien que siempre me sorprendió por su tremendo parecido con la Pepona Reinaldi, dejaba de existir. Mi vecino, con quien nada me unía más allá de ese lejano perecido que él ni sospechaba, pasó a ser el centro de mis dudas más existenciales. Durante varios días, tal vez semanas, me pregunté qué sería de sus sentimientos. Y me pregunté también cuánto podía durar el dolor después de ese grito irremediable. Al mismo tiempo, empecé a pensar en qué sería de mí ante la muerte de mi madre. Hoy comprendo más que nunca ese grito desgarrado por el dolor y la ausencia. Aún hoy, casi cotidianamente, mi alma grita en silencio cuando compruebo que sueño con ella, pero que no la tengo.
En Villa Luro, más tarde en Villa del Parque y finalmente en Almagro, que es lo mismo que decir, mi niñez, mi adolescencia y mi primera adultez, la relación con la muerte incluía el miedo. Era de aquellos que pensaban que la humanidad había inventado dioses, cielos, reencarnaciones e infinitos jardines para llenar ese gran vacío repleto de incertidumbre. Sostenía que la necesidad humana de un más allá obedecía solo al deseo de que el ser querido siga existiendo, y a una profunda necesidad de orden y significado en un universo que a menudo es caótico, solitario y lleno de ausencias. Pensaba en la muerte, ante todo, como la cesación total de la conciencia, la personalidad y la existencia. El fin de la mente que pensó, del cuerpo que sintió y de la energía que actuó. No hay juicio, no hay premio, ni castigo, ni reencuentro. El cuerpo regresa a ser materia, se transforma en un componente más del ciclo biológico. Lo interpretaba como un proceso natural, desprovisto de significado espiritual, pero imbuido de una certeza científica: el reciclaje, tan moderno hoy en día.
Paradójicamente, esta suerte de aceptación de la finitud le da a la vida un valor incalculable. Si de verdad este pequeño puñado de años es todo lo que tenemos, entonces la responsabilidad de vivirlos plenamente es absoluta. No hay una segunda oportunidad después de la muerte. Cada experiencia, cada relación, cada beso, cada momento se vuelve precioso y no debe ser desperdiciado. En fin. Una mirada tan nihilista como incompleta.
Hoy, después de algunas décadas y una inequívoca revelación, comprendí que la muerte no es un punto final, sino un umbral, una suerte de puerta de acceso a la vida para la cual la existencia terrenal, la de este lado, es solo una preparación. Esta visión está fuertemente marcada por la esperanza, por la fe en la resurrección de Cristo y por la total conciencia del seguro encuentro con los que nos precedieron.
Ahí es cuando vuelve mamá y le pregunto. ¿Hay un paraíso? ¿Existe el infierno o todo es simplemente la nada? ¿Me hablaste de verdad aquella noche en que soñé con tu voz?
Sea lo que sea, antes de que me atrape y me muestre su maldito rostro victorioso, que la muerte sepa una cosa: amé lo suficiente y me amaron bastante. Eso, aunque para algunos sea como ganar con un gol pedorro sobre la hora, es el verdadero triunfo sobre el olvido.
Y como todos sabemos, al menos de este lado del umbral, el olvido es lo que más se parece a la muerte.