Reflexiones íntimas frente al miedo
No podía morir el lunes

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Entre la angustia del quirófano y la ternura de los afectos, una experiencia que transforma.
La vida está llena de momentos que nos transforman. Algunos son efímeros, otros dejan huellas indelebles. Lo que resulta interesante es que, por lo general, a medida que reflexionamos sobre alguna experiencia que nos haya cambiado la vida, los mortales comprendemos cuánto ha marcado nuestro camino y cómo lo ha modificado solo cuando el hilo en el carretel se acorta. Así somos. Esperamos los últimos diez minutos del partido para ejecutar lo que el DT nos dijo en el entretiempo.
Cuando atravesamos el umbral de los 50, irremediablemente, sentimos que vamos cambiando. Hayas sido un tipo atlético, esbelto y preocupado por tu figura y tu salud o un gordo sin remedio, el cuerpo nos sienta de prepo a tomar un café amargo y nos dice, sin puntos ni comas, qué hiciste bien y qué hiciste mal. Ahí, justo en el mismo instante en que comprendés que ya viviste más de lo que te queda por vivir, una mezcla de miedo, tibia esperanza y vulnerabilidad se adueña de tu historia.
No veas esta columna como una oda al pesimismo. No. Pero sí, por lo menos, como una humilde mirada de quien atraviesa la quinta década y se da cuenta de que el cuerpo te reclama. No sé bien qué, pero algo te reclama. Vos fijate.
Lo cierto es que una tarde, cuando menos lo esperás, vas a la guardia para tratar una gripe insoportable y te descubren una arritmia. Ahí nace un derrotero de análisis extraños y más o menos invasivos que terminan en el consultorio del cardiólogo.
Recuerdo la sensación de abrumadora incertidumbre cuando los médicos me confirmaron la arritmia. Me enteré de que esa anomalía en los latidos la tiene un alto porcentaje de la población y que es casi normal vivir con eso y algunos medicamentos. De todos modos, la palabra "intervención" resonó en mi mente como un eco por lo menos inquietante. Lo que en realidad estaba ocurriendo era el nacimiento del primer punto de inflexión e incertidumbre de mi existencia. Hasta ese momento, los hitos de mi vida fueron felices, como el nacimiento de mis hijas, o lógicos, como la muerte de mis padres. Lo cierto es que la sorpresa dio paso a un sentimiento extraño donde el miedo y la ansiedad invadían mis pensamientos y hacían del día a día una constante batalla para sonreír.
La intervención, según los médicos, era sencilla y el porcentaje de que algo saliera mal era sinceramente bajo. Pero uno nunca sabe. Así que fui a la iglesia con más ganas y traté de estar bastante más atento a los regalos invisibles de la vida. Me vi con varios amigos, me escribí con otros, desayuné con mis hermanos, cenamos en familia, me tomé unos días de vacaciones en el trabajo y pagué casi todas mis deudas. Después, la espera. La incertidumbre que crece y el almanaque que avanza más rápido que de costumbre.
El corazón representa al león de la selva, al capo de los órganos, al que manda. Y que te lo anden tocando, aunque de manera tangencial, siempre implica un poco de angustia.
Los días previos a la cirugía fueron una mezcla de emociones en silencio. Casi por instinto, intentaba mantenerme fuerte, sonriendo a la familia y sosteniendo la tormenta que se desataba con cada latido irregular de mi corazón. El miedo era palpable, casi tangible, y me hacía sentir pequeño frente a la inmensidad de lo que estaba por venir. ¿Exagerado? Es posible. Pero te aseguro que llega un momento en la vida donde descubrís que la muerte te acompaña en el asiento de atrás.
Y llegó el día.
Desde ya, mientras recorrés estos párrafos, podrás deducir fácilmente que todo salió muy bien. Si no hubiera sido así, estas líneas no existirían. Spoiler aparte, es importante decir que era mi primera vez en un quirófano y que, como es fácil de entender, lo desconocido eleva los porcentajes de desasosiego y miedo. Desconocer los ruidos, lo cotidiano, el ida y vuelta de los enfermeros, el uso de los aparatos que te rodean, entender si los pitidos de esas pantallas indescifrables que coronan tu camilla se condicen con la vida, son elementos que juegan y tallan dudas en tu mente mientras te ponen sondas y vías.
Mientras me preparaban para entrar al quirófano, comprendí que algunas cosas están especialmente pensadas para que los profesionales de la salud puedan divertirse un rato en horarios de trabajo. Párrafo aparte para el camisolín infame que te dan en esa sala fría y blanca. Si los pacientes fuéramos conscientes de la imagen que damos vestidos así, seríamos irreductibles y no permitiríamos por nada del mundo que la posible última imagen que los mortales tengan de nosotros sea esa. Es chico, abierto en los costados, quién sabe por qué, y lo suficientemente transparente como para que las enfermeras noten que el miedo encoge. Una vergüenza. La misma deshonra que supone usar el papagallo una vez que estás en terapia intensiva. Nada, pero nada, se asemeja más a la ignominia que el uso de ese elemento incómodo e ingrato. Vos estás dolorido, derrotado por el deshonor que supone un cuerpo frágil y herido, en posición horizontal, lejano a la zona de la acción y, encima, atravesado por la mirada inquisidora de una enfermera que intimida como nadie. Orinar en ese contexto es más complicado que envolver un triciclo.
Pero eso ocurre después. Volvamos al quirófano. Al momento clave donde realmente se definen las cosas. Como todo puede empeorar, antes de la intervención, con esa bata arrugada por el temor que envuelve tus muslos y desluce tu virilidad, te afeitan el cuerpo. ¡Sí, te afeitan los hijos de puta! Se acerca una enfermera, enciende una maquinita y casi sin alertarte la empieza a pasar por las más extrañas zonas de tu cuerpo. Y lo hacen mal. Quedás semidepilado, casi en pelotas, con miedo y en manos de desconocidos. Si eso es lo que ve Dios cuando alguno se muda al cielo, debe reírse bastante.
Después llega el momento de la anestesia. Todos somos temerosos a eso porque nos han contado tantas experiencias como amigos intervenidos tenemos. Lo cierto es que llega un momento en que te das cuenta de que estás hablando pavadas. Y que, encima, las decís mal. Recuerdo que respondí a esa pregunta vana y estúpida que los médicos deben hacer cuando quieren sacarte conversación. Mi respuesta fue, aunque con firmeza y orgullo, también con la lengua semidormida: “De Indebenbiende, edrey degobas”.
Y listo. Me dormí.
El tema es que no te duermas vos. Humildemente, te aseguro que si algo importa en ese momento es vivir. No por miedo a la muerte. No. Sino porque te das cuenta de que todavía tenés muchos te amo por decir. Y muchas palabras por compartir. No podía morir el lunes. Estaba escrito.