Día del Padre
Mi Papá

Escritor.

La mirada del cineasta sobre la partida de su padre.
Mi papá tuvo dos últimas voluntades: que su cuerpo fuera cremado, y que sus cenizas fueran arrojadas en el Rosedal de Palermo.
La primera se cumplió enseguida, a los tres días de haber sido llevado a la Chacarita.
La segunda, pasaban los años y nadie quería hacerse cargo.
A mi hermana le impresionada. Y apeló al psicoanálisis. Me dijo que de eso se encarga el hijo varón. Y preferentemente el mayor.
Fui al hermano mayor. Mi hermano me respondió:
—Es verdad, hay que hacerlo.
Y como en el “hay que hacerlo”, quien lo dice generalmente no suele incluirse, al final me tuve que encargar yo del tema.
Lo primero que hice fue ir hasta al cementerio, pagar lo adeudado, así de esa forma podía retirar las cenizas. Cuando puse la plata sobre la mesa, sentí que estaba negociando con un secuestrador al que no fue necesario pedirle una prueba de vida.
Me dieron un comprobante de pago y me fui a ver al cuidador, que me llevó sin escalas al nicho donde estaban los restos de mi viejo.
Cuando el cuidador abrió la tapa y vi a lo que había quedado reducido mi padre, me impresionó el cuadro. Estaba adentro de ese hueco oscuro con su mamá. Ella, que no había sido cremada, estaba en un gran ataúd, con la actitud de siempre: protectora y asfixiante. Al lado, estaba él, ahogado y chiquitito, compactado en una urnita insignificante.
Qué vida y qué muerte triste la de mi papá. Su historia se siguió repitiendo incluso en el más allá...
Tal vez el pedido de mi papá, previendo lo que iba a suceder una vez que lo cremaran, en realidad era éste: que lo rescatara de una vez por todas de ese líquido amniótico donde nunca supo flotar y terminó en el fondo.
El cuidador me pasó sin solemnidad el cenicero de madera donde estaban sus restos y ese mismo día, porque no quería quedarme con las cenizas en casa, me fui al Rosedal, con la urna en mi espalda.
Ni bien llegué, fui directo a los rosales.
No sabía que había tanta variedad de rosas. Había ecuatorianas, marroquíes, africanas… Eran tantas y todas tan lindas que no sabía donde dejarlo. Al final, decidí que su descanso final fuera en el rosal africano. Combinaba con él. A mi viejo le decían “el negro”.
Me preparé para la ceremonia y lo inesperado sucedió cuando abrí la urna y arrojé su contenido. No salió un polvo gris, liviano, como pasa en esas películas tragicómicas que cerca del final apelan a la emoción. No. No salió nada de eso. En realidad, no salió de nada de nada.
Cuando quise saber el porqué y me asomé al interior de la urna, me di cuenta de que las cenizas se habían solidificado pegándose con firmeza a la madera. En realidad, no eran cenizas. Eran unos pedazos de huesos redondos y huecos, como si fueran anillos que, como un Terminator, se estaban juntando para volverse a armar. Menos mal que el humanoide no logró ensamblarse.
Como no había un palito cerca, no me quedó más remedio que aflojar y rasquetear el interior de la urna con mis manos, para que eso volviera a ser polvo.
No saben la garra que le tuve que poner… porque no aflojaba. Al final, mis manos se convirtieron en sus manos, porque mientras más revolvía más se pegaban sus huesos a mi piel. Restos de papá se me metieron entre las uñas y estuvieron viviendo en mis dedos por varios días…
Una vez que logré aflojar el mazacote, volví a llevar la urna para atrás, y entonces sí, volví a lanzarlo y logré que saliera el contenido.
Me sorprendió ver cómo los huesitos, que salieron de la caja, cayeron sobre la tierra como migas de pan. Y digo bien, migas de pan, porque ni bien tocaron el suelo, unos pájaros que vinieron en patota, creo que eran bichos feos, ávidos de calcio supongo, se abalanzaron sobre lo que había tirado y delante de mí, se lo comieron a mi viejo.
Se cumplió el refrán “pájaro que comió, voló”, porque cuando terminaron de engullírselo, desplegaron sus alas y partieron… llevándose a mi papá.
Al final las religiones tenían razón:
Cuando morís te vas al cielo.