El otro rostro del liderazgo popular
Los caudillos y el poder: detrás del mito de la humildad

Historiadora y Periodista

Fueron menos héroes del pueblo y más dueños de todo. El poder real detrás de la fachada humilde.
La historia oficial, a menudo teñida de romanticismo, ha instalado la idea de que los caudillos del siglo XIX fueron líderes humildes, surgidos del pueblo y consagrados a la defensa de los más desprotegidos. Sin embargo, esa imagen se derrumba al analizar con mayor detenimiento sus orígenes, la estructura real de poder que construyeron y la forma en que ejercieron liderazgos.
Lejos de representar a las clases populares, muchos caudillos eran parte de las elites provinciales que supieron utilizar a su favor tanto los recursos económicos como las lealtades personales. Ignacio Montes de Oca lo explicó con claridad al señalar que:
“Para mantenerse en el poder, el líder provincial necesitaba financiar los ejércitos privados y las campañas contra los adversarios. Para ello los caudillos acumulaban riquezas y ampliaban sus bases económicas a expensas de otros sectores que pudieran competir por su predominio. El objetivo ‘patriótico’ justificaba, a su manera, el proceder contra todo derecho y oponerse era considerado como signo de pertenecer a las filas del adversario. Ser caudillo era entonces también contar con el arbitrio casi absoluto de los medios de producción de una región. No contradecir al hombre fuerte era una forma de intentar defender el patrimonio propio”.
Esta concentración de poder económico y militar transformaba al caudillo en una figura todopoderosa dentro de su territorio, más parecida a un señor feudal que a un servidor del pueblo. Para lograrlo, era fundamental ganarse la confianza de los sectores populares, no por altruismo, sino como parte de una estrategia de dominación.
Juan Manuel de Rosas, figura emblemática del federalismo, fue consciente de este mecanismo desde temprano. En una carta dirigida a Santiago Vázquez en 1829, revela su cálculo político con notable franqueza:
“(…) conozco y respeto mucho a los talentos de muchos de los señores que han gobernado el país (…) pero a mi parecer todos cometían un error grande: se conducían muy bien con las clases ilustradas, pero despreciaban al hombre de la clase baja. Yo comprendí esto y me pareció (…) preciso hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar sus intereses, en fin, no ahorrar trabajos ni medios para adquirir más su concepto”.
Lejos de identificarse genuinamente con los sectores humildes, Rosas adoptó deliberadamente su lenguaje y costumbres para captar su respaldo. Comprendía que su permanencia en el poder dependía de esa conexión simbólica, construida con astucia más que con autenticidad.
En el mismo sentido, el general José María Paz, desde una posición opuesta al federalismo, también identificó el papel clave de la manipulación emocional que ejercían los caudillos sobre las masas. En sus memorias, al referirse a Martín Miguel de Güemes, ofrece una descripción tan crítica como reveladora:
“Este demagogo, este tribuno, este orador, carecía hasta cierto punto del órgano material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acostumbrado a su trato, sufría una sensación penosa al verlo esforzarse para hacerse entender. Sin embargo (…) tenía para los gauchos tal unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión”.
Más allá de su dificultad física, Güemes lograba infundir un fervor tal que sus seguidores estaban dispuestos a todo. No era la razón lo que los unía al caudillo, sino una devoción construida desde el discurso y el carisma, en un contexto en el que muchas veces no había alternativa real: la obediencia garantizaba protección; la disidencia, el castigo o el aislamiento.
Muchos de quienes se alineaban con estos líderes lo hacían por necesidad, no por convicción. En regiones dominadas por un caudillo, enfrentarse a él equivalía a quedar excluido del orden social y económico. El sometimiento no siempre era producto del engaño, aunque también lo había: las promesas, los discursos y los gestos de cercanía solían encubrir intereses de acumulación y perpetuación en el poder.
El culto a estas figuras persiste hasta hoy. Varios dirigentes contemporáneos los elevan a la categoría de héroes, reivindicando un legado que pocas veces se examina con espíritu crítico. Pero la historia, cuando se la mira sin concesiones, muestra que el caudillo, más que un protector de los pobres, fue en muchos casos un administrador hábil de fidelidades forzadas, dueño de tierras, armas y vidas, que supo disfrazar de “causa popular” su propia ambición.