Terror federal
Las atrocidades de Rosas: degüellos, venganzas y terror

Historiadora.

Degüellos masivos, cuerpos profanados y niños fusilados: el reinado del terror de Juan Manuel de Rosas.
El régimen de Juan Manuel de Rosas dejó un rastro de sangre que atraviesa buena parte de la historia argentina del siglo XIX. La represión política fue sistemática, despiadada y extendida a todos los rincones del país. Las víctimas del rosismo se cuentan por millares, muchas veces silenciadas, otras tantas olvidadas. Sin embargo, persisten testimonios que buscan devolverles dignidad, rescatándolas del anonimato forzado al que las condenó el terror de Estado.
Entre esos documentos se encuentran las cronologías de degüellos y asesinatos cometidos durante los años del poder federal, bajo la sombra cómplice del Restaurador.
El 31 de marzo de 1839, tras vencer en la Batalla de Pago Largo, los tenientes de Rosas degollaron a sangre fría a más de mil prisioneros rendidos. Del cadáver de su jefe, el gobernador de Corrientes D. Genaro Berón de Astrada, sacaron una lonja de piel e hicieron una manea para el caballo de Rosas. El ensañamiento y la teatralidad del acto reflejan un régimen que no se conformaba con la muerte: necesitaba también la humillación.
Casi tres años más tarde, fue fusilado en Santos Lugares Zacarías Escola. Los verdugos mostraron a su anciana madre el cadáver sangriento y maltratado. En abril del mismo año la Mazorca degolló al coronel D. José María Dupuy, cuyo cuerpo fue ridículamente ataviado y colgado en público personificando a Judas, en una grotesca escenificación del castigo a la traición.
Los asesinatos también sucedían en los domicilios de las víctimas. Tal fue el caso del comerciante español Antonio Monis, asesinado a tiros por la Mazorca en el umbral de su hogar y ante la mirada aterrada de su pequeña hija de cuatro años. Su mujer no pudo sepultarlo durante días, e imploró llorando a gritos que alguien la ayudase a levantar el cadáver; pero todos tenían miedo. Finalmente, un honorable francés colaboró con la desdichada, demostrando que aún quedaban almas sensibles en un tiempo de terror.
La Mazorca actuaba con cierta independencia, aunque no sin el consentimiento del poder. Rosas no siempre les señalaba a quiénes debían atacar, pero consintió sus actos, e incluso ordenó cesar los crímenes cuando le pareció políticamente oportuno. Las familias vivían en constante temor. Una sirvienta que delataba a sus patrones unitarios obtenía la libertad si era esclava y recompensas si era libre. Así se impuso el terror cotidiano, una forma de dominio que calaba hondo en las entrañas de la sociedad porteña.
El norteamericano John Anthony King —que dejó memorias sobre su estadía en Argentina— comentó el caso de Pedro Baca y su familia, opositores perseguidos por la Mazorca. Advertido por un amigo, Baca decidió huir de la ciudad. Al día siguiente de su partida, los mazorqueros irrumpieron en su hogar y expulsaron a su familia sin permitirles llevarse nada. Refugiados en casa de un amigo, la esposa de Baca envió a su hijo de doce años para pedir permiso y retirar una muda de ropa. El chico, temeroso, comunicó su mensaje, pero fue acusado de espía por los custodios de la casa. King escribió: “Vi al pobre chico mientras lo conducían como dejo dicho; ¡una criatura de doce años detenida por espía! (…) antes que se pusiera el sol ese muchacho fue fusilado por orden de Rosas, en el corral o patio del cuartel…”
Ese ser siniestro era Juan Manuel de Rosas. Resulta inentendible —o tal vez no tanto— que aún hoy muchas figuras políticas lo veneren. Su legado no es de grandeza, sino de sangre, miedo y muerte.