Fue el dueño de la provincia y quiso seguir siéndolo en la otra vida.
Le dejó todo a su alma: el testamento más insólito de la historia argentina

Historiadora y Periodista

Felipe Ibarra gobernó Santiago del Estero con mano de hierro durante más de 30 años.
Durante más de tres décadas, Felipe Ibarra gobernó Santiago del Estero como si fuera su propiedad privada. Dueño de los tres poderes, caudillo sin límites, impuso su autoridad sin someterse jamás a una Constitución ni a elecciones reales. Su figura, dura y autoritaria, marcó a fuego una etapa de la historia provincial en la que la ley era él mismo.
Pero lo más sorprendente no fue la extensión de su mando ni sus excesos de poder. Lo más asombroso ocurrió al final, cuando su cuerpo comenzó a fallar y la muerte se volvió inevitable. Replegado en su casa, convencido de que era víctima de un hechizo, Ibarra tomó una decisión que ningún otro caudillo había tomado antes. Una última voluntad tan inusual, tan desconcertante, que dejó a su provincia perpleja y al Estado obligado a intervenir.
Pero antes de llegar al final, comencemos por el principio. Como señalamos, Felipe Ibarra ostenta uno de los récords más duraderos del poder en la historia argentina: gobernó Santiago del Estero durante más de tres décadas casi sin interrupciones. Miembro de la oligarquía local, su largo mandato se caracterizó por el autoritarismo, el empobrecimiento progresivo de su provincia y una sistemática marginación de la legalidad institucional.
Pese a su pertenencia a la elite santiagueña, algunos sectores lo imaginaron como una figura de origen popular. El historiador Jorge Newton atribuyó esa percepción equivocada a una cuestión puramente superficial, al describirlo de manera poco halagüeña: “De estatura mediana, de cuerpo grueso, de color trigueño, con ojos pardos, de mirada severa e inquisidora, nariz aguileña y grande. En conjunto tenía una fisonomía desagradable”.
La distancia entre Ibarra y los sectores humildes fue, sin embargo, evidente en sus políticas. Una disposición de 1832 demuestra con claridad su lógica excluyente: “En la provincia de Santiago no se admiten hombres sin oficio, industria o destino conocido; y todo aquél que se encuentre en este estado será enviado a poblar las fronteras”. Aquellos que no tuvieran una función visible o útil para el orden establecido eran considerados prescindibles y desterrados del centro político.
Como otros caudillos de su tiempo, Ibarra explotó discursivamente la imagen del defensor de los humildes, mientras consolidaba un poder personal sin contrapesos. Se mostraba defensor de la organización constitucional, al modo de Facundo Quiroga, pero en los hechos se negó a establecer un orden legal que limitara su mando.
El historiador Antonio Zinny reconstruye un momento clave de este largo ciclo de poder: “Al concluir el término prefijado disolvió la Legislatura; más el pueblo se reunió en Cabildo abierto y le hizo saber que había terminado el período de su mandato. Presentase entonces Ibarra en la sala capitular y tira el bastón, prodigando insultos a los individuos que componían el Cabildo. Enseguida se retira al Salado, y de allí manda una fuerte partida que saca en ancas a los capitulares”. La escena revela hasta qué punto Ibarra estaba dispuesto a defender su autoridad por la fuerza, sin siquiera guardar las formas.
A partir de entonces, dejó de lado cualquier mecanismo electoral y asumió el mando como si fuera vitalicio. En 1835, ante el intento de la Legislatura provincial de designar otro gobernador, respondió disolviéndola y declarándose a sí mismo jefe absoluto, con facultades extraordinarias. Eliminó a los jueces, absorbió las funciones de los tres poderes del Estado y gobernó en soledad, anulando cualquier atisbo de división republicana.
El final de su vida política y biológica llegó de la mano del deterioro físico. A los 62 años, Ibarra comenzó a sufrir una hinchazón progresiva, sin saber que padecía hidropesía. Convencido de haber sido víctima de un embrujo, se negó a recibir atención médica e incluso evitó salir de su residencia. Aunque Juan Manuel de Rosas le envió un grupo de médicos, Ibarra ya había perdido toda confianza en una eventual recuperación. En medio de ese trance, redactó su testamento, en el que dejó constancia de su singular concepción del más allá: “Declaro que no tengo herederos forzosos, ni ascendientes, ni descendientes, instituyo, nombro y declaro por legítima heredera a mi alma de todos mis bienes muebles e inmuebles, y mando a mis albaceas que todo cuanto apareciese perteneciente a mí lo empleen en sufragio para mi alma”.
El nuevo gobierno provincial no reconoció esa herencia etérea. Confiscó sus bienes y dejó a su "alma heredera" sin posesiones materiales, cerrando así uno de los ciclos más extensos y autoritarios de la política provincial en el siglo XIX argentino.