Del absurdo a la tumba
Las muertes más extrañas de la historia

Historiadora.
El absurdo también tiene un lugar reservado en el cementerio.
La muerte, ese destino inevitable que nos iguala a todos, ha sido desde siempre motivo de reflexión, temor y ritual. Sin embargo, no todas las despedidas del mundo son trágicas o heroicas. Algunas, por el contrario, bordean el absurdo, desafiando cualquier lógica o expectativa. Desde monarcas que murieron de gula hasta escritores ahogados por un corcho, el catálogo de muertes insólitas es tan amplio como fascinante. Estas historias, recogidas a lo largo de los siglos, no solo provocan asombro, sino que también revelan cuánto de humano hay en el modo en que abandonamos este mundo. A continuación, un recorrido por algunos de los fallecimientos más extravagantes, grotescos e inesperados que registra la historia.
El pontífice y la mosca
El historiador Gregorio Doval no duda en incluir entre los fallecimientos más extraños el del papa Adriano IV. Según narra, la defunción del pontífice en el año 1261 fue tan absurda como trágica. Mientras pronunciaba unas palabras, una mosca ingresó a su boca y terminó provocándole un atragantamiento fatal. No es un caso único de muerte absurda. Hay quienes encontraron su fin de forma aún más insólita. El dramaturgo griego Esquilo, célebre por ser uno de los padres fundadores de la tragedia griega, murió por culpa de un animal… pero no de la forma que uno esperaría. Mientras caminaba por las calles de una ciudad helena, un águila confundió su calva con una roca y soltó sobre él su presa: una tortuga. El impacto en la cabeza del escritor fue mortal, sellando así un final digno de una de sus obras.
La gula y la lujuria: pecados que matan
Los pecados capitales también han tenido su cuota letal. Maximiliano I de Austria, suegro de Juana la Loca y emperador del Sacro Imperio, encontró su final tras entregarse a un banquete desmedido de melones, fruta que consumía con obsesión. La glotonería también condenó a otro monarca: Adolfo Federico de Suecia, quien en 1771 murió tras una fastuosa cena compuesta por langosta, caviar, chucrut, pescado ahumado y nada menos que 14 porciones de su postre favorito, los semlor —bollos dulces rellenos de pasta de almendra y nata—. Falleció poco después, con el estómago literalmente reventado.
La lujuria tampoco perdonó. Fernando el Católico, tras la muerte de Isabel la Católica, se casó con Germana de Foix, una joven noble con quien intentó asegurar una nueva descendencia. Para revitalizar su potencia sexual, recurrió a una pócima medieval basada en escarabajos verdes —conocidos como "cantáridas"—, que se creía afrodisíaca. Sin embargo, su uso era peligroso: la sustancia, en lugar de revivirlo, le provocó una hemorragia cerebral que acabó con su vida.
La risa como sentencia
Aunque parezca un giro de humor negro, también hay quienes han muerto de risa. Literalmente. El primer caso documentado sería el de Calcante, un adivino griego del siglo XII a. C., célebre por haber predicho la Guerra de Troya. Según cuenta la tradición, un rival le dijo en tono burlón que nunca llegaría a probar el vino de una cosecha reciente. Tiempo después, cuando estaba por saborearlo, recordó la burla y estalló en carcajadas. Las risas fueron tan intensas y prolongadas que se asfixió en medio del ataque.
Beber con orgullo… y morir
No todas las muertes fueron provocadas por animales, excesos o carcajadas. Algunas nacieron del orgullo mal colocado. El escritor inglés Arnold Bennett, nacido en 1867, protagonizó encendidos debates literarios con autores como H. G. Wells y Virginia Woolf. En 1931, mientras estaba en París, se enteró de que los franceses evitaban beber agua por temor a un brote de tifus. Convencido de que se trataba de una superstición de ignorantes, decidió tomar un vaso públicamente para demostrar cuán errados estaban. El gesto fue interpretado como un acto de arrogancia. Lamentablemente, contrajo tifus y murió poco después.
La caballerosidad también puede ser mortal
En la Argentina de 1910, durante los majestuosos festejos del Centenario de la Revolución de Mayo, un veterano de mil batallas se convirtió en una víctima inesperada del frío. El general José María Bustillo, que había combatido en Pavón, Cepeda, Caseros, la Guerra del Paraguay y la Conquista del Desierto, fue uno de los invitados de honor. Durante la recepción de la infanta Isabel de Borbón, se quitó la gorra como señal de respeto. Aquel gesto de caballerosidad le provocó una fuerte gripe. Dado que estaba próximo a los cien años, su organismo no resistió y falleció pocos días después.
Morir jugando: la trampa de la diversión
Algunas muertes combinan lo absurdo con lo trágico. Tal fue el caso de Primula Susan Rollo, actriz británica y esposa del célebre actor David Niven. En 1946, durante una fiesta en la casa de Clark Gable, Primula participaba en un inocente juego de la gallinita ciega. Con los ojos vendados, caminaba por una sala cuando, sin advertirlo, cayó por una escalera abierta. El golpe fue fatal. La industria del cine aún lamentaba la pérdida cuando, décadas más tarde, otra figura prominente sufrió un final igual de grotesco.
Tennessee Williams, autor de “Un tranvía llamado deseo”, murió en 1983 de una manera tan absurda como trágica: se atragantó con el tapón de un frasco de colirio, que usaba para aliviar la irritación ocular. El accidente ocurrió en su habitación de hotel, sin testigos. Su fallecimiento causó conmoción en el mundo literario y quedó registrado como una de las muertes más insólitas de la cultura estadounidense.
Un repaso tan extraño como humano
Estas historias, entre lo cómico y lo espeluznante, nos recuerdan que la muerte puede ser tan imprevisible como la vida misma. A veces llega en el clímax del deseo, en un instante de risa, en un gesto caballeresco o en medio de un juego trivial. Aunque muchas de ellas suenen increíbles, todas son parte de ese largo catálogo que muestra hasta qué punto el final de una vida puede ser, además de trágico, inesperadamente insólito.