Caso Porcel
La sombra en la confianza: el monstruo que se esconde en casa

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Un colegio muestra cómo la confianza se convierte en trampa. Una reflexión sobre la mente del predador y el daño.
El caso del Colegio Palermo Chico me dejó helado. Uno lee los detalles —alcohol, apuestas, tocamientos, fotos en un departamento de lujo— y piensa: no puede ser. Pero sí puede. Es un padre que invitaba a los amigos de su hijo a dormir, que parecía el tipo confiable de siempre. Y de repente, algo se rompe adentro. No es solo bronca. Es un nudo en el estómago que me recuerda que la confianza más básica, la que damos por sentada cuando un chico va a la casa de un amigo, puede convertirse en el escenario perfecto para el daño.
Me remueve por dentro porque no es un caso aislado. Es un eco de tantos que he visto de cerca en el consultorio. Desde la trinchera, no solo reconstruyo los pedazos de las víctimas —sus silencios que pesan, sus tics nerviosos, la forma en que miran al piso cuando hablan de confianza—, sino que también me enfrento a las mentes de los predadores. Y esa es la parte más pesada: sentarme frente a personas que, con una sonrisa tranquila, racionalizan lo que hicieron como si fuera un derecho, un “desliz” o, peor, algo que “no fue para tanto”. No es uno solo. Son muchos. Cada uno con su fachada impecable, su historia, su forma de justificar lo injustificable.
No todos los abusadores son psicópatas ni están locos. La psicopatía es un trastorno de personalidad donde falta empatía profunda y la manipulación es calculada. Hay herramientas para evaluarla, pero en la práctica lo que más pesa es la transferencia: ese miedo visceral que producen esos ojos vacíos, sin fondo emocional. El psicópata no alucina ni delira; planea, seduce, actúa sin culpa. La esquizofrenia es otra cosa: delirios, voces, desconexión. Un esquizofrénico puede delinquir en una crisis, pero no arma un sistema de grooming como este.
El abuso sexual no siempre es violación. El abuso abarca tocamientos, exposición, grooming, corrupción de menores. La violación implica penetración forzada, con violencia o coerción extrema. En Palermo Chico hablamos de abuso: tocamientos, masajes con crema de menta, fotos. Si apareciera penetración, escalaría. Pero el daño es igual de profundo: TEPT, depresión, ansiedad crónica, problemas para confiar en otros. Estudios muestran que hasta el 80% de las víctimas de abuso infantil desarrollan algún trastorno psiquiátrico a lo largo de la vida.
Los abusadores no son un bloque homogéneo. Están los pedófilos, con atracción primaria a prepúberes; los oportunistas, que abusan por poder o impulso en contextos de autoridad; y los regresivos, que actúan bajo estrés y regresan a dinámicas infantiles. Muchos tienen historia de abuso propio —el ciclo intergeneracional existe, aunque no es inevitable—. Motivaciones: placer distorsionado, control, una intimidad falsa donde el niño es visto como “pareja” o sadismo encubierto.
Lo que más me perturba es cómo operan las distorsiones cognitivas en sus cabezas. Creencias como “el chico lo disfruta”, “es solo un juego educativo”, “no hay trauma si no hay dolor” o “los niños son seductores”. Estas ideas reducen la culpa y facilitan la repetición. Y cuando alguien público las normaliza —como cuando un conocido comunicador argentino minimizó la posesión de pornografía infantil en una entrevista—, se abre una puerta peligrosa. En una mente distorsionada, esa justificación puede ser el puente hacia el acto. Y una vez que se cruza, no hay vuelta atrás.
El grooming es el arma principal: regalar, ofrecer alcohol, favores, traslados. Todo para erosionar barreras hasta que el abuso parezca “consentido”. En el consultorio he visto cómo estos predadores mantienen una fachada impecable: niegan, minimizan, racionalizan. Eso hace que el trabajo terapéutico sea un desafío ético brutal. No se trata solo de curar a la víctima; se trata de sostener la humanidad frente a personas que la perdieron.
La prevención es lo que más urge. Educar sobre grooming desde las escuelas y las familias, romper la impunidad con justicia rápida (en este caso, el imputado sigue viajando libremente), y garantizar terapia accesible para víctimas y para quienes reconocen en sí mismos el riesgo. Porque si no actuamos, estos ecos seguirán resonando en más chicos, en más familias, en más vidas rotas.
Como terapeuta, sé que esta batalla no se gana solo con palabras. Pero al menos podemos empezar nombrando lo que pasa, sin anestesia. Porque el monstruo no siempre viene de afuera. A veces, se sienta a la mesa familiar y sonríe.
