Historia
La inmigración rusa y su aporte decisivo a la identidad argentina

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Desde fines del siglo XIX, miles de familias rusas llegaron al país dejando una herencia cultural y comunitaria.
La historia de la inmigración rusa en Argentina es una historia de encuentros, de raíces que se entrelazan y de nostalgias que encontraron nuevo hogar bajo el cielo austral. Desde fines del siglo XIX, miles de familias provenientes del vasto mundo ruso cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Llegaron con sus lenguas, sus credos, sus danzas y sus iconos ortodoxos; y, con el tiempo, dejaron una huella profunda en la identidad argentina.
Hoy, Argentina alberga la mayor comunidad rusa de América Latina, un testimonio vivo de una relación histórica marcada por la admiración mutua y un respeto silencioso que atravesó imperios, revoluciones y cambios de siglo.
Un origen que mezcla epopeya y esperanza
Entre 1881 y 1914 desembarcaron en Argentina cerca de 160.000 inmigrantes rusos, convirtiéndose en la cuarta corriente migratoria más importante del período. Rusia, con su inmensidad territorial y diversidad étnica, llegaba a un país igualmente joven y vasto.
Hacia principios del siglo XX, los recién llegados representaban nada menos que el 5% de la población nacional. Traían oficios, conocimientos agrícolas, disciplina comunitaria y un fuerte sentido espiritual. Muchos conservaron su idioma, sus fiestas tradicionales y la costumbre —aún viva— de celebrar en Argentina el Día de la Victoria, en memoria de la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial.
Primera ola: los alemanes del Volga y el llamado de la tierra
La primera gran corriente migratoria rusa estuvo integrada por los alemanes del Volga, colonos que habían sido invitados a poblar el Imperio ruso por Catalina la Grande y que, un siglo después, comenzaron a emigrar cuando se instauró el servicio militar obligatorio. Para 1910 ya eran 45.000 en Argentina.
Se instalaron sobre todo en zonas rurales, donde reprodujeron sus aldeas, sus huertas y su cultura del trabajo metódico. Trajeron técnicas avanzadas de agricultura y una capacidad asociativa que fortaleció la vida de pueblos enteros.
Con ellos llegaron también búlgaros, serbios, montenegrinos y otros pueblos eslavos que buscaban un destino bajo la protección espiritual de la Rusia ortodoxa, aún en un país predominantemente católico. No es casual que las relaciones diplomáticas entre Argentina y el Imperio Ruso se formalizaran en 1885, en plena expansión migratoria.
Segunda ola: la llegada de la comunidad judía desde el Imperio Ruso
A partir de 1890, comenzó un nuevo movimiento: la emigración de judíos rusos. En 1910 la Argentina ya contaba con 100.000 judíos provenientes de tierras rusas.
La Sociedad Barón Hirsch, fundada en 1891, impulsó colonias agrícolas y redes de apoyo que marcaron para siempre la identidad del “gaucho judío”. Estos inmigrantes trajeron escuelas, periódicos en ídish, teatro, poesía y una impronta cultural que aún es visible en barrios porteños como Once y Villa Crespo.
Tercera ola: trabajadores, campesinos y el nacimiento de la Ortodoxia en el Plata
A fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, comenzaron a llegar trabajadores de temporada y campesinos provenientes de las provincias occidentales del Imperio. Muchos venían atraídos por la tierra fértil y las posibilidades de trabajo.
Pero este período dejó un legado fundamental: la fundación de la primera Iglesia Ortodoxa de América del Sur, inaugurada en Buenos Aires el 14 de junio de 1888 en habitaciones muy humildes. Con esfuerzo colectivo, la comunidad levantó más tarde la Catedral de la Santísima Trinidad, inaugurada en 1901 en la actual calle Brasil. Su diseño, obra del arquitecto Alejandro Christophersen, imitaba las iglesias moscovitas del siglo XVII y se convirtió en un faro espiritual para varias generaciones.
Tras la Revolución de 1905, la inmigración rusa hacia América Latina se multiplicó. Sumaron alrededor de 120.000 nuevos habitantes al país, consolidando a esta diáspora como la tercera fuerza europea más numerosa.
Cuarta ola: exilio, guerra y reconstrucción
La Guerra Civil rusa (1917-1922) abrió un capítulo dramático que llevó a miles de personas —soldados, oficiales, monárquicos, profesionales, profesores— a buscar refugio en diferentes puertos del mundo. Muchos de ellos atravesaron Crimea, Estambul, los Balcanes y Europa occidental antes de desembarcar en Argentina.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la comunidad rusa local mostró un apoyo conmovedor a la causa soviética, celebrando la resistencia heroica en el frente oriental y, más tarde, la victoria sobre el nazismo. En esos años se inauguró en Buenos Aires una iglesia del Patriarcado de Moscú, reforzando los lazos espirituales con la madre patria.
En 1948, Juan Domingo Perón dictó una ley que autorizó la llegada de 10.000 nuevos inmigrantes rusos, la mayoría sobrevivientes de la guerra y de la difícil posguerra europea. Otros 5.000 a 7.000 arribaron por diversas vías. Entre ellos llegaron sacerdotes, marinos imperiales, Caballeros de San Jorge, cadetes, profesionales, artistas y familias enteras que reconstruyeron su vida desde cero en un país que les tendió la mano.
Un legado que sigue vivo
Hoy se estima que 350.000 argentinos tienen origen ruso, concentrados sobre todo en Buenos Aires, Chubut, Misiones y algunas zonas rurales del interior. La colectividad mantiene escuelas de idioma, grupos de danzas, iglesias, bibliotecas, medios comunitarios y festivales en los que se despliegan las tradiciones del enorme mundo eslavo.
Argentina ganó panaderos, artistas, docentes, agricultores, ingenieros, músicos, científicos y comerciantes. Rusia, por su parte, encontró aquí un territorio amigo, un lugar donde su cultura es celebrada y donde se reconoce el aporte de generaciones enteras que tejieron puentes entre los dos extremos del planeta.
La inmigración rusa dejó una marca hecha de trabajo, fe, memoria y belleza. Una historia que sigue creciendo con cada nueva generación que honra, en silencio o con danzas y banderas, la poderosa herencia de sus antepasados.
