Una narrativa política que mezcla hechos, mitos y leyendas
La historia según CFK: otro capítulo del relato que no resiste archivo

Historiadora y Periodista

Cristina Fernández de Kirchner vuelve a construir una versión de los hechos que choca con la realidad.
Cristina Fernández de Kirchner no es solo una figura política. Es también una narradora, una constructora del relato. Desde hace años viene tejiendo una trama que une el presente con el pasado en un estilo épico donde los bandos están claramente definidos: de un lado, el pueblo y sus líderes populares; del otro, las élites, los poderes fácticos y sus cómplices culturales.
En su último discurso, esa lógica volvió a desplegarse. Esta vez, con un recorrido que abarcó más de dos siglos de historia argentina: desde el envenenamiento de Mariano Moreno hasta el asesinato del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, pasando por el fusilamiento de Dorrego. Pero más allá del dramatismo y la potencia simbólica del relato, hay un problema de fondo: la historia que cuenta Cristina no es exactamente la que muestran los documentos y ella la distorsiona para utilizarla políticamente.
La expresidente mezcla hechos históricos ciertos con leyendas no comprobadas, y los interpreta desde una lectura político-ideológica propia del revisionismo federal o nacional-popular. Su visión postula que el conflicto político y económico argentino es estructural, casi genético, y que la "grieta" no es nueva, sino constitutiva. En esa línea, establece una genealogía de la violencia institucional que empieza con los hombres de Mayo y termina en Comodoro Py.
Pero ese enfoque, al que adhiere como herramienta retórica, tropieza con errores históricos concretos.
En su último discurso hizo referencia a la muerte del Chacho Peñaloza. No caben dudas sobre su asesinato, pero lejos de sus afirmaciones -que otorgan más brutalidad al hecho y buscan colocar a sus asesinos al nivel de los caudillos- no fue muerto a lanzazos, sino acribillado por orden del coronel Irrazábal. Y, efectivamente como señala CFK, su cabeza fue exhibida en una pica en la plaza principal.
Sin embargo, su relato se vuelve problemático cuando recurre a imágenes no verificadas o directamente falsas. Por ejemplo, no existe evidencia documental firme de que a la viuda de Peñaloza se la haya encadenado y obligado a barrer una plaza de San Juan. Es una historia que circula desde el revisionismo romántico, sin base sólida en fuentes primarias. Más grave aún es afirmar que a Mariano Moreno lo “envenenaron”. Moreno murió en alta mar en 1811, víctima de una combinación de enfermedades y un tratamiento médico agresivo con eméticos. La teoría del envenenamiento político apareció más de un siglo después, sin pruebas.
Este tipo de licencias no se agotan en el siglo XIX. Cristina ha llegado incluso a presentarse a sí misma como la “fusilada que vive”, en una referencia directa a Operación Masacre, la serie de fusilamientos ilegales cometidos en 1956 por orden del gobierno de Aramburu tras la fallida rebelión de Juan José Valle. Pero ese paralelismo es falaz y ofensivo para la memoria histórica. En aquel entonces, la represión fue ejercida por un régimen militar. En su caso, por el contrario, Cristina fue víctima —en apariencia— de un intento de magnicidio mientras el peronismo estaba en el poder, y con custodia del Estado.
La diferencia no es menor. En 1956 se fusilaba sin juicio. En 2022, se investiga bajo un sistema judicial. Compararse con los fusilados del 56 banaliza el terror real y romantiza una victimización política que no es comparable.
Lo que hace Cristina Kirchner no es nuevo. Ya Juan Manuel de Rosas usaba la historia para legitimar su poder, y Sarmiento, en el extremo opuesto, la escribía como arma de civilización contra la barbarie. Pero cuando la historia se convierte en recurso militante, corre el riesgo de desinformar más que de iluminar.
La expresidente no busca interpretar el pasado con espíritu crítico, sino alinearlo con una causa. No narra la historia: la milita. Y en ese gesto, convierte a los hechos en símbolos, a los personajes en arquetipos, y a la complejidad histórica en una batalla entre buenos y malos.
La pregunta no es si Cristina cree lo que dice. Es si podemos seguir debatiendo el presente con una versión del pasado construida sobre mitos y omisiones. Porque cuando la historia se convierte en un campo de batalla simbólico, lo que se pierde no es solo el rigor, sino también la posibilidad de una memoria común.
Si la historia argentina necesita ser discutida “en serio”, como ella misma propone, entonces habrá que hacerlo con fuentes, archivos, contexto y matices. No alcanza con apelar a la emoción ni con repetir las verdades del manual revisionista. Discutir en serio es, ante todo, estar dispuestos a complejizar. Incluso —y sobre todo— cuando la verdad contradice el propio relato.