Un nombre propio
Héctor Alterio, una presencia que marcó al cine argentino

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Actor de presencia irrepetible, atravesó el cine, el teatro y el exilio sin perder nunca la verdad del oficio.
Hay muertes que no son silenciosas. La de Héctor Alterio no lo es. Porque cuando se va alguien que habitó el escenario, la pantalla y la memoria colectiva durante más de medio siglo, lo que queda no es el vacío: es un eco. Un eco de voz grave, de mirada filosa, de presencia absoluta. Un eco que vuelve cada vez que una escena nos eriza la piel y nos recuerda que vale la pena estar vivo.
Alterio no fue solo un gran actor. Fue un hombre que creyó en el oficio como una forma de vida. Que lo abrazó con disciplina, con humildad y con una entrega casi religiosa. No actuaba para brillar: actuaba porque no sabía —ni quería— hacer otra cosa. Y eso se notaba. En cada gesto mínimo, en cada silencio cargado, en cada palabra dicha como si fuera la última.
Tenía sentido del humor —finísimo, irónico— y una modestia que desarmaba. Nunca se pensó como un prócer. Se pensó como un trabajador. Un obrero de la escena. “Es lo único que sé hacer”, decía. Y lo hacía como pocos: con una verdad que incomodaba, con una intensidad que no necesitaba alzar la voz para imponer respeto.
En La historia oficial, su Roberto Ibáñez no necesitó discursos para helar la sangre del mundo entero. Bastó una mirada. Un movimiento seco.
Antes y después de eso, estuvo en todas partes donde el cine argentino se volvió grande: La tregua, La Patagonia rebelde, Camila, Caballos Salvajes, El hijo de la novia, Plata quemada, Kamchatka. A veces protagonista, a veces secundario, siempre imprescindible. Porque había actores que sumaban minutos en pantalla y otros —como él— que sumaban densidad, espesor, historia.
El exilio lo arrancó del país cuando estaba en la cima. España se volvió su casa, su refugio, su segunda patria. Allí creció su familia, allí siguió actuando sin descanso, allí envejeció con dignidad. Pero nunca se fue del todo. Porque Alterio siguió siendo argentino incluso cuando hablaba desde lejos. Su acento, su memoria, sus personajes, siguieron viviendo en él.
Hasta el final eligió despedirse como los artistas verdaderos: sobre un escenario. A los 90 y pico, diciendo poesía, diciendo tango, diciendo la vida. Sin estridencias. Sin dramatismo impostado. Con esa serenidad que solo tienen quienes saben que dieron todo.
Hay actores que interpretan personajes y otros que habitan la escena como si la vida misma estuviera en juego. Héctor Alterio perteneció a esa estirpe rara y cada vez más escasa: la de los que no actuaban para gustar, sino para decir algo verdadero. Su partida no deja solo tristeza; deja una forma de entender el arte, el trabajo y la dignidad.
Hoy no se apaga. Hoy resuena en esa zona sagrada donde viven los que ya no mueren, porque siguen respirando en cada escena que alguien vuelve a mirar. En cada estudiante que descubre lo que es actuar de verdad. En cada espectador que entiende, gracias a él, que el arte puede doler, abrazar y salvar al mismo tiempo.
Aplausos de pie. Largos. De esos que no quieren terminar. Porque algunos artistas no se despiden: se quedan.
