Que vuelvan los lentos
Goles, amores y arqueros odiosos: notas del amor en guardapolvo blanco

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Amores de barrio que nos marcan para siempre. Raulo Vázquez, antes de enamorarse para siempre de su mujer y guía, Majo.
El primer recuerdo que tengo del amor es de principios de 1981. No más allá de marzo o abril. En el inocente sexto grado del colegio Gendarmería Nacional de la calle Juan Agustín García, una tarde descubrí sin querer que dejaba de pensar en el partido de la plaza y aparecía Ana María por los vírgenes rincones de mi mente. Compañera de grado, de esas que se sentaban adelante y que siempre sabían todo lo que el maestro preguntaba, rubia, de ojos color miel y de sonrisa luminosa, Ana María era de esas chicas que nunca podían ni siquiera detenerse en un pibe como yo. Pero en esa contrariedad que supone el soslayo de la mujer amada, había algo a favor que tenía que ver con la inconsciencia de quien vive en la ignorancia.
Claramente, como no había llegado el tiempo de los innumerables fracasos con las mujeres, y como resultado de esa osadía que genera la inocencia, pensé más de una vez que sus ojos me miraban solo a mí. Como todos sabemos, las historias de amor que marcan nuestras vidas y que merecen el recuerdo nacen, por lo general, de un corazón que ve solo lo que quiere ver. Y ese engaño natural, ese engaño que preserva la esperanza, a veces te lleva al éxito. Y a veces no.
Una tarde de sábado, nunca supe por qué, Ana María vino a ver el desafío que jugábamos contra los chicos de séptimo grado. Llegó a punto de terminar. Al ver que el partido parecía interesarle, sentí que del otro lado de la línea de cal estaba el Flaco Menotti decidiendo si me llevaba a jugar el Mundial 82 con Maradona. Giré mi cabeza varias veces y cruzamos nuestras miradas otras tantas.
Ganamos dos a cero. Hice un gol que festejé con sencillez, como si el hecho de haber empujado esa pelota hacia la red fuera cosa de todos los días. Puño levantado con suficiencia y a otra cosa. Y al terminar el partido, momento especial en el que por lo general los goleadores de plaza y de country reciben las felicitaciones de todos, Ana María tomó un bolso que estaba al lado de los derrotados chicos de séptimo. Besó suavemente al arquero y se fueron juntos.
Nada fue más parecido a la muerte que ese beso inocente pero doloroso de preadolescente. Mientras el arquero la tomaba de la mano, me dejé caer y comencé a sacarme las tobilleras y a desatar los Fulvence. Yo le había hecho un gol, pero él se iba ganador.
Ana María fue el primer desengaño. Uno de tantos, por los que creí que el amor era más difícil que cabecear un córner entre dos centrales italianos. Fui creciendo y ese primer dolor nunca desapareció de mi memoria ni de mi corazón. Recuerdo que durante la secundaria intenté reencontrarme con ella. Caminé por Magariños Cervantes desde el pasaje Hungría hasta Irigoyen varias veces para recordar la fachada de su casa que se desdibujaba en mi recuerdo. Lógicamente, no la encontré. Casi 40 años después, me di cuenta de que Ana María era simplemente el primer encuentro con el amor esquivo. Y aquel gol delante de ella terminó siendo como un trágico beso del destino.
Hoy recuerdo con cierta alegría aquellos amores de niño. Amores que no tenían horarios ni calendarios. Amores que se vivían de forma espontánea y sin pretensiones. Se encontraban en los rincones más inesperados, como en una cancha de fútbol, en un colectivo, en una fiesta improvisada o en un asalto en la terraza. Cuando éramos chicos, el amor en el barrio era más emocionante y hasta más real.
El amor de la escuela primaria era casi siempre una ilusión. Una mezcla de pudor, curiosidad y un pánico irracional a que te sentaran a su lado en el acto escolar. No había dramatismos de novela, sino miradas de reojo en los recreos y el inútil intento de llamar la atención en la clase de gimnasia. Se trataba de una timidez que se escondía detrás de la mochila y de un nerviosismo que siempre te dejaba sin saber qué decir. No se declaraba con palabras, sino con un dibujo en el pizarrón o con la entrega silenciosa de un caramelo Media Hora.
Aunque no lo sabíamos, el de la primaria era un amor sin futuro, que vivía y moría en el radio de tres cuadras alrededor del colegio. Tan frágil que se rompía con la primera mudanza o se diluía en las vacaciones de verano. El recuerdo de ese amor no es una historia de pasión, sino un suspiro nostálgico. Un eco de la inocencia que se fue perdiendo con el paso de los años, pero que, cada tanto, vuelve en forma de sonrisa tonta que se dibuja cuando recordamos el simple pero inmenso corazón que teníamos.
El arquero emigró un año antes que nosotros al colegio industrial de la calle Baigorria y, casi sin haberlo soñado, me dejó la oportunidad de la revancha al alcance de la mano. Sin embargo, la relación con Ana María se hizo hostil. A pesar de mis sutiles intentos para llevarla al cine Lope de Vega, para jugar al Truco y hasta para estudiar Las Guerras Médicas, ella seguía siendo la novia del arquero y lo decía a los cuatro vientos. Reconocía desde lejos mis deseos y se encargó, recreo tras recreo, de hacerme saber desde el silencio que nunca, nunca, iba a cruzar la barrera del compañero de grado para ser, siquiera, compañero de banco.
Más tarde supe que el arquero del equipo de séptimo se casó con la hija de unos alemanes de la calle Elpidio González. Ana María, casi al mismo tiempo, emigró a España para buscar el futuro que la Argentina le negaba. Ese partido de sexto contra séptimo que se jugó en el otoño del 79 terminó el día en que supe que Ana María hablaba en catalán, casi tres lustros después.
Con Ana María nació quien ahora escribe. Con su olvido, forjé la melancolía. Y con su ausencia, logré darle un lugar a la esperanza. El aula, teñida de las sombras que se filtran con forma de falleba, cobijó a este ser de amores austeros que soy hoy. El mismo que descubrió a fuerza de intentos fallidos que la infancia es como un ensayo de la vida. Y que la recreamos día a día, sin dejar de ser lo que fuimos, aunque con otra vestimenta, otros escenarios y otras responsabilidades.
El amor tiene algo que lo asemeja a la muerte. Sin dudas, morir es la única certeza que nos da la vida, algo que nada ni nadie puede evitar. El amor, en su forma más pura, a menudo se siente también como algo inevitable, un destino del que no podemos escapar. Y se diferencian en que, mientras la muerte pone fin a la vida en este lado del cielo, el amor es la fuerza que le da sentido. Amar nos motiva a crear, a cuidar y a vivir plenamente. En este sentido, podríamos decir que el amor es la respuesta a la inequívoca certeza de la muerte.
Algunos poetas sienten que enamorarse es también la muerte del ser individual. Al amar profundamente, la persona se entrega, se disuelve y renace en una nueva identidad compartida con el ser amado. Es una aniquilación del ego para dar paso a una existencia dual, un nosotros que reemplaza al yo. Es posible. Como también es posible pensar que el amor verdadero es tan poderoso que puede desafiar a la muerte. Todos sabemos que hay amores que persisten más allá de la tumba, que crean un lazo espiritual mucho más poderoso que la separación física. Como pasa con Romeo y Julieta, a veces el amor es tan intenso y prohibido que solo puede encontrar su consumación a través de la muerte. Su trágico final no es una derrota, sino el clímax, la única forma de unirse para siempre. Apuntemos a eso. Porque mientras haya Anamarías que se crucen por nuestras vidas, algo es seguro: moriremos para resucitar en la esperanza de una nueva oportunidad, y tal vez la última, como la que yo tuve con mi amada Majo, cerca de los 30 años.
El amor en la niñez es una experiencia única, pura y sencilla. Nada más fiel que el amor en el aula. Un amor inocente, gratuito e infinito a nuestros ojos. El amor de la primaria te ayuda más tarde a comprender el dolor de la ausencia. Porque, al final de la jornada, Ana María se iba de la escuela. Y yo me quedaba con la melancolía de la tarde, soñando con el día siguiente, con la posibilidad de una nueva mirada y con la esperanza de la próxima clase.
Por eso, si la ven por las calles de Villa Luro, cuéntenle de mí. Y díganle que ese futuro que nunca pude prometerle se perdió en el olvido. Y que el gol que le hice a su novio fue con la mano.
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