Impresiones
Ese primer e inolvidable colectivo: ¡Parada, chofer!

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Sentirse grande viajando, pero con la atenta mirada maternal y el barrio siempre presente. Un amor, un boleto capicúa.
La primera vez que me sentí grande sin serlo, grande desde lo que podía hacer más que desde lo que podía decidir, fue cuando subí solo a un colectivo. Nos habíamos mudado desde Villa Luro a Villa del Parque y el inminente comienzo de clases implicaba una decisión trascendental. Tal vez la primera de mi vida. Cambiaba de colegio o utilizaba la Línea 135 durante unas 10 o 12 paradas para no cambiar mi destino en quinto grado.
El país, el mundo, algo más amable que hoy, permitía esas decisiones con tus hijos sin temores ni inseguridades. Así que mis padres decidieron que continúe en el Colegio Gendarmería Nacional de la calle Juan Agustín García y tomar el 135 de lunes a viernes. Demás está decir que mi mamá me acompañó la primera semana y me esperó al regreso en la parada del Hogar Obrero. Cuando el 135 pasaba el hito de la avenida Segurola, me levantaba del asiento, me agachaba levemente y, algunas cuadras después, sostenido del pasamanos, la descubría ahí. Verla esperándome a través del parabrisas y sentir la cercanía de mamá tan presente era sutil pero contundente, como dice un amigo cuando habla de la virgen. Y ahora que no está de este lado del cielo, deseo subirme para volver a verla y tener esa sensación única de seguridad que te daban sus manos. Si mamá esperaba, todo estaba bien.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que viajar en colectivo por la ciudad era algo más que el sencillo trámite que supone ir del punto A al punto B. En los 80, el bondi porteño era un pequeño universo rodante, con códigos propios, colores que hablaban por sí solos y personajes que uno encontraba casi siempre en el mismo asiento, a la misma hora, como si formaran parte de un escenario itinerante que se reconstruía viaje tras viaje. Las paradas no eran esos distinguidos mástiles azul y blanco ni mucho menos los andenes prolijos del Metrobús. Cuando éramos chicos, en el barrio, las paradas estaban marcadas por el último árbol lastimado de la esquina. Y por una chapa clavada en su piel de madera que mostraba el número. Todavía recuerdo el 162 escrito en un antiguo árbol de la calle Camarones.
Y a veces, ni eso. Porque las paradas las definía el uso popular. La cantidad de gente que extendía su mano en ese lugar era motivo suficiente para que la empresa de transporte tuviese la potestad de darle entidad a esa parada. Y luego, mágicamente, un número pegado en el poste de la luz eternizaba esa esquina para siempre.
No había aplicaciones, ni GPS, ni paneles electrónicos que anunciaran el próximo arribo, ni seguimiento satelital, ni vehículos frontales. El pasajero subía al Mercedes 1114 y se guiaba por la intuición, por la memoria o por los consejos de algún veterano que sabía exactamente qué ramal doblaba por dónde. Cada línea tenía un lenguaje visual: los rojos intensos, los azules que parecían pintados a mano, las combinaciones de colores y los fileteados que convertían a cada coche en un objeto único. El colectivo era una obra artesanal. Hoy son un producto fabricado en serie. Aunque haya un atisbo de recuerdo y nostalgia en la idea del Gobierno de la Ciudad para darles un poco de entidad con un fileteado escueto, nada será igual al trabajo a mano que suponía un detalle pequeño, pero que en realidad era un acto de amor.
Los colectivos de aquella época tenían personalidad. Cada unidad era distinta: la banqueta más gastada, el dado de terciopelo colgando, la bocha de la palanca de cambios, la luz que parpadeaba al fondo, el timbre que había que apretar con decisión o no sonaba, el santo pegado en un espejo biselado, la sonrisa de Gardel en el otro o el nombre de una mujer envuelto en un corazón pintado en el respaldo del chofer. Hoy todo es más parejo y, hay que aceptarlo, más eficiente. Pero también más anónimo. Y en esa homogeneidad, algo de la identidad del viaje fue quedando en el camino. Y aunque estos párrafos no tratan de idealizar el pasado (porque los coches se rompían, el humo negro te acompañaba todo el trayecto y a veces la espera en la esquina era eterna), había un alma, un pulso barrial que hoy cuesta encontrar. En los 80, subirse al colectivo era, en cierto modo, sumarse a una pequeña comunidad momentánea. A un paréntesis de vida en la vida misma. Hoy, como el ascensor de la oficina, es apenas una etapa más dentro de la rutina diaria.
Viajar cuando éramos chicos implicaba el contacto humano que incluía a los choferes y su eterno despunte de billetes, para acomodarlos después en distintas cajitas de medida exacta y que luego, con una suerte de pesa o de tapa, los apilaba según la denominación. Así es, hijos del 2000: los colectiveros porteños eran protagonistas en un escenario vivo. Una especie de domador multifunción que hacía malabares mientras se abría paso entre taxis, camiones y autos impacientes.
Los taxis eran el gran enemigo. Colectiveros y taxistas eran dos rubros similares, pero incompatibles. Esa sí que era una grieta. Se odiaban. Unos, los taxistas, porque el colectivero amenazaba por tamaño. Se sentían dueños de la calle y conducían con la soberbia de quien porta un arma en la cárcel. Eran verdaderas ballenas jugando con el pecesito de Nemo. Otros, los colectiveros, odiaban a los taxis porque buscaban pasajeros a paso de abuela en andador y generaban atascos que eran merecedores de los insultos más elaborados y agresivos de la selva de cemento.
Los choferes, mientras gritaban “¡en el fondo hay lugar!” y generaban los apretujones más indeseados e inhumanos, conducían en una cabina decorada con estampitas, banderines, fotos y frases que eran verdaderos poemas involuntarios. Y, además, tenían que cobrar, darte el boleto y atender al usuario como si el colectivo fuera una pyme móvil y ellos los gerentes a cargo.
El pasajero subía, decía “uno setenta”, “dos veinte”, “Correo Central” o lo que costara el tramo, y el chofer hacía todo mientras en una décima de segundo miraba por los mil espejos, esquivaba un taxi o evitaba atropellar a una vieja distraída. Todo, con una diabólica boletera que colgaba a su diestra como una pequeña máquina industrial que emitía papelitos con un sonido seco, metálico e inolvidable. Los boletos eran escupidos desde esa máquina infernal, eran de los más extraños colores y, si te tocaba el número capicúa, lo guardabas en tu billetera como el tesoro más grande. O se lo contabas a la compañera de asiento para tratar, quién sabe, de iniciar un romance tan efímero como inaudito.
Después, y con la osadía de una sola mano porque la otra iba firme y pegada al volante, extraía de otra máquina del mal las monedas para darte el vuelto. A ciegas, desde un grupo de cilindros metálicos decorados por un falso árabe, accionando un botón con el pulgar, expulsaba las monedas que caían mansas en la palma de la mano para darte el vuelto mientras doblaba en Juan B. Justo como si nada.
Si el clima complicaba la vida del habitante de ciudad, sobre todo de aquellos que vivían cerca del arroyo Maldonado, imaginate lo que representaba para el colectivero. La lluvia empañaba los vidrios, el calor convertía al coche en una cámara tropical y los paraguas mojados generaban un barrito en la alfombra de goma del fuselaje que, sumado a la ausencia de aire acondicionado, convertía el viaje en una epopeya. Viajar con lluvia era para héroes.
Hoy el conductor está encerrado en su cápsula de vidrio, aislado del ruido, de las discusiones y de los comentarios de los pasajeros. Solo tiene que conducir. No cobra, no calcula, no entrega boletos. No tiene que lidiar con monedas, ni hacer malabares, ni recordar tarifas. Y del otro lado, el pasajero solo mira el celular. Antes, miraba la calle, leía La Razón o espiaba de reojo al de al lado. Sospecho casamientos y romances furtivos entre pasajeros del mismo asiento que se iniciaron con una mirada cómplice, generada tal vez por el vidrio empañado, hijo de una lluvia ocasional en alguna calle de Liniers.
Hoy el pasajero, que en realidad dejó de ser pasajero para ser usuario, sube, apoya la ídem, evita el contacto visual y busca su refugio digital. En los 80, la interacción era inevitable. Uno tenía que hablar. Tenía que pedir boleto, tenía que preguntar por el ramal o por si cruzaba Rivadavia, tenía que pedir que le avisen cuando llegue a Gaona y Segurola y tenía que entender si el taxista de adelante tenía madre o no. Otros, los más osados, se enamoraban de aquellas pasajeras que siempre se bajaban antes y dejaban la herida de lo que pudo haber sido.
El chofer no solo manejaba. El tipo orientaba, acomodaba, cobraba, informaba, se peleaba, contenía y seguramente jodía. Si un pibe de colegio subía sin plata, era el chofer quien decidía si lo dejaba viajar o no. Tal era el poder que manejaban. Reíte de Karina. Era el chofer quien conocía los nombres de los pasajeros habituales y, a veces, hasta el destino sin necesidad de que se lo dijeran. Un oráculo con volante que, inclusive, a veces, era acompañado por una dama de extraños orígenes que iba parada al lado de la puerta, a la izquierda del chofer y de quien todos, de una u otra manera, tejimos las más indecibles historias mientras duraba el viaje.
Sin dudas, el chofer perdió presencia. Hoy es casi una figura en segundo plano, aislado detrás de un vidrio, hablando apenas lo indispensable. No tiene que recordar recorridos complejos porque la empresa los fija por GPS. No puede poner música propia. No puede decorar la cabina. No puede charlar demasiado, no puede llevar amantes a su izquierda y no puede pelear con el taxista porque ahora son todos Uber.
Todo está reglado. Incómoda y mecánicamente reglado. El resultado es un viaje más ordenado, sí. Pero también más frío. Huérfano de esa identidad que definía a cada línea y a cada unidad. Antes, subir a un 106, a un 34 o a un 109 implicaba reconocer un estilo. Hoy, casi todas las líneas parecen el mismo molde repetido. Debe haber una fábrica como la de Tiempos Modernos que los expulsa, le meten un manejante y salen a la calle.
Cuando uno recuerda los colectivos de los 80, no añora las incomodidades. Lo que extraña es el vínculo. El momento compartido. El chofer cortando boletos mientras esquivaba pozos y comentaba el partido de ayer. Los colores brillantes pintados a mano. El fileteado que decía “Dios me guía”. El timbre con cablecito. El piso de goma y la porquería para abrir la ventanilla que solo abría con la fuerza del Ancho Peucelle.
Es sencillo: Hoy el colectivo te lleva. Antes, te acompañaba. Y en esa diferencia mínima, casi imperceptible, caben los cambios de toda una ciudad. Y la nostalgia de toda una vida.
¿La seguimos en la próxima? El bondi dobló la esquina y el maravilloso recuerdo de mamá me está esperando con el vascolé recién hecho.
