Así se trató durante siglos a quienes sufrían trastornos mentales.
Entre la compasión y la tortura: una historia de la salud mental

Historiadora.

La historia de los "locos" es también la historia de lo que una sociedad no quiere asumir.
En la Edad Media, el “loco” era un cuerpo extraño para la ciudad. Un sujeto temido, expulsado o contenido sin contemplaciones. Se creía que su mente estaba irremediablemente invadida por los humores corrompidos del cuerpo. Por eso, se recomendaba colocar sobre su cabeza una paloma o un gallo rojo recién muerto, con la esperanza de que la sangre absorbiera los “vapores dañinos” que lo volvían irracional. La medicina, aún atada al paradigma hipocrático, intervenía con purgas, enemas y sangrías para “equilibrar los humores”. La idea de que un trastornado podía estar de “buen humor” no era irónica: expresaba literalmente un estado físico vinculado al ánimo.
Pero fuera de estos intentos, la locura era intolerada. Muchos enajenados eran perseguidos por las calles, azotados o directamente expulsados. En otros casos, eran encadenados dentro de instituciones religiosas que ofrecían más encierro que tratamiento. Un ejemplo emblemático fue la casa de Santa María de Belén, fundada en 1247 en Londres y más conocida como Bedlam, sinónimo mismo de caos y deshumanización.
Recién en el siglo XVII, con el ascenso de la filosofía racionalista, la mente pasó a ocupar un lugar central en la definición del ser humano. El loco ya no era simplemente un cuerpo alterado, sino una mente fracturada, alejada de la razón que garantizaba la unidad del yo. Aun así, el trato fue lento en cambiar. Durante toda la Edad Moderna, el encierro prevaleció sobre cualquier noción de cuidado.
En el siglo XIX, Europa vivió una auténtica explosión de hospitales psiquiátricos. Las tasas de recuperación eran bajísimas, los establecimientos desbordaban de pacientes con estadías prolongadas y la solución parecía estar aún lejos. Pero algo comenzaba a germinar: la observación meticulosa del comportamiento de los internos permitió distinguir entre tipos de padecimientos, como la epilepsia y la locura, lo que abría camino a clasificaciones clínicas más precisas.
En Francia y otras naciones, se planteó que el objetivo del médico debía pasar del cuerpo a la psique. El alienado no era una causa perdida, sino un sujeto al que se podía –y debía– reeducar. Fue el doctor Colucci quien, en el marco de un congreso de frenopáticos, propuso que el manicomio fuera más que un hospital: una escuela. Imitación, sugestión, juegos, disciplina pedagógica y música eran algunas de las herramientas de esta utopía terapéutica que apostaba a la reinserción social por vías emocionales y cognitivas.
En el territorio argentino, la historia fue igual de áspera. Durante la colonia, el trato a los alienados dependía de la clase y del color de piel: los ricos eran aislados en sus casas, los blancos pobres iban a conventos, los negros a las cárceles del Cabildo. Los más calmos mendigaban. Recién con el virrey Vértiz se creó el Hospicio de Mendigos, un tímido antecedente institucional.
Un hito llegaría en 1854, cuando Tomasa Vélez Sarsfield impulsó el traslado de las enfermas mentales del Hospital de Mujeres al predio de la Convalecencia. Allí nació el primer neuropsiquiátrico del país, hoy Hospital Municipal Braulio Moyano. A este se sumarían otros: Melchor Romero (1884), Luján (1899), Lomas de Zamora (1908). Los métodos aún eran rudimentarios: duchas frías para "robar calor al cerebro en ebullición", cloral como inductor del sueño, baños colectivos.
En 1863, se creó el Hospicio San Buenaventura, destinado a los alienados más peligrosos. Reorganizado como Hospicio de las Mercedes en 1888 –hoy Hospital Borda–, intentó brindar un entorno distinto. En 1919, la revista Caras y Caretas retrató a los internos como hombres laboriosos, tranquilos, bien alimentados, que trabajaban y se organizaban como en una colonia obrera. “Para probar la bondad con que se trata a los asilados -escribieron-, vamos a copiar el menú que se les sirvió el día de nuestra visita. Almuerzo: de los alienados indigentes, sopa de pan tostado, puchero, y guiso de arroz con verdura. Cena: sopa de fariña, guiso de fideos y carne y asado al horno; todo esto servido con pan de la mejor calidad. Nadie diría al visitar el Hospicio de las Mercedes y ver aquellos hombres en el mayor orden dedicados a sus trabajos, que se trata de enfermos que necesitan de cuidados; más bien le parecería hallarse en una colonia obrera, donde cada hombre atiende conscientemente a su labor. ¡Qué lejos estamos de aquellos tiempos en que al loco se le consideraba un endemoniado, y para librarse de él la sociedad lo encerraba en calabozos inmundos!”.

Hoy, aunque la tortura ha sido reemplazada por discursos de derechos, el tratamiento de las enfermedades mentales sigue siendo profundamente problemático. La Ley de Salud Mental vigente en Argentina, lejos de reparar los errores del pasado, ha provocado nuevos abandonos bajo el disfraz del respeto a la autonomía. La falta de criterios clínicos claros, la dificultad para internar a pacientes en crisis y la reducción drástica de camas psiquiátricas han expuesto a miles de personas vulnerables a la intemperie, la marginalidad o la cárcel. Así como antaño se los encadenaba en conventos, hoy se los suelta en las calles sin redes reales de contención, como si el manicomio pudiera abolirse sin construir un sistema capaz de reemplazarlo. La historia demuestra que invisibilizar la locura no la cura, y que el verdadero humanismo no se mide en discursos sino en políticas eficaces que garanticen asistencia, cuidado y dignidad.