Historias fuera de la Ciudad de Buenos Aires
El país que educa en voz baja

Periodista
Una escuela agraria en Moreno y un jardín maternal en Hurlingham muestran cómo la vocación sostiene a la infancia.
En el corazón del conurbano bonaerense, lejos de las luces de la Capital pero bien cerca del pulso social que define al país, hay escuelas que son algo más que espacios de aprendizaje. Son refugios. Son trincheras. Son hogares alternativos donde cada día, maestras y maestros abrazan no solo a niños, sino también sus historias, sus carencias y sus sueños.
Marcelo Machado dirige el Instituto Fahy en Moreno, una escuela técnica agraria de gestión privada y orientación católica. Sandra Di Stante está al frente del Jardín Maternal N°1 del Polo Educativo de Hurlingham, una institución estatal que recibe a niños desde los 45 días de vida. Las realidades que enfrentan son distintas, pero hay un hilo invisible que los une: entender la educación como un acto profundamente humano y transformador.
“En nuestra escuela se cruzan historias distintas. Hay chicos que no conocen la carencia, y otros que llegan con beca porque en su casa no alcanza”, cuenta Marcelo. En un predio que supo estar en medio del campo, y que hoy es casi un oasis agrario entre casas y asfalto, conviven cerca de 500 alumnos en los tres niveles: inicial, primario y secundario con tecnicatura.
El contexto es mixto. También lo es el cuerpo docente: ingenieros, licenciados y maestros, todos atravesados por una clase media que resiste, enseña y se adapta. “Yo defiendo la escuela agraria porque forma para la vida. Cuando un chico tiene que regar su huerta o alimentar una vaca, empieza a pensar en el otro. Aprende responsabilidad, se aleja de la pantalla, se enfoca en su proyecto. Eso vale oro”, afirma Marcelo con pasión.
A pocos kilómetros, en Hurlingham, Sandra recibe a 42 niños cada día. Su jardín maternal, que alguna vez fue una guardería, se convirtió en un espacio de cuidado integral para chicos que, en muchos casos, vienen de hogares con precariedad alimentaria, laboral y sanitaria. “La mayoría está ocho horas con nosotros. Reciben desayuno, almuerzo y merienda. Y también, lo más importante: una crianza segura”, explica.
Con más de tres décadas de trayectoria, Sandra evita romanticismos. “Aunque se llame jardín maternal, nuestro rol no es maternar. Somos docentes, profesionales, formamos ciudadanos desde la cuna. Esta tarea exige equilibrio emocional, disponibilidad física y compromiso con la comunidad.”
Desde sus inicios, el Jardín Maternal N°1 tuvo una fuerte impronta asistencial. “En los primeros tiempos, incluso se bañaba a los bebés que venían de situaciones muy vulnerables, se los asistía con comida y se hacían charlas personalizadas con las familias para acompañarlas en momentos críticos”, cuenta Sandra, con la delicadeza de quien no quiere exponer a nadie pero necesita que se entienda el contexto. Aquel proceso también implicó un trabajo profundo hacia adentro: “Fue necesario acompañar al equipo docente para poder entender y respetar perspectivas distintas, y eso llevó muchas reuniones y trabajo interdisciplinario. Todo se construyó paso a paso, con diálogo y compromiso”.
El día en el jardín comienza con un ritual poderoso: quince minutos de bienvenida con abrazos, canciones y palabras compartidas. "Ese momento crea confianza. Un padre estuvo presente todos los días durante los tres años del jardín. No faltó nunca", recuerda con una sonrisa.
Esa constancia, ese vínculo, se multiplica en historias mínimas: en cada pañal cambiado, en cada siesta supervisada, en cada logro celebrado. “Trabajamos con niños que aún no tienen palabra. Eso exige una enorme entrega corporal y emocional. Por eso priorizamos el trabajo en equipo. Nos cuidamos para poder cuidar”, resume Sandra.
Ambas instituciones, desde sus contextos, reflejan la expansión del rol docente. “Nos alejamos del colegio que solo enseñaba contenidos. Hoy, la escuela es también apoyo afectivo, orientación, escucha. Muchas veces, hasta mejor que estar en algunos hogares donde la situación social es muy dolorosa”, dice Marcelo, que también destaca el trabajo del equipo orientador: psicóloga, psicopedagoga y asistente social, en permanente contacto con los alumnos.
Sandra, por su parte, lamenta las carencias edilicias: “Nos cuesta cubrir necesidades urgentes como el gas o los desagotes. Si pudiera pedir una política pública prioritaria, sería esa: infraestructura escolar. Porque el cuerpo docente se entrega, pero el edificio también tiene que sostener.”

Lo que enseñan estas dos historias es que la escuela hoy es mucho más que un aula. Es un espacio donde se cocina, se contiene, se detectan problemas de salud, se reza, se juega, se planea el futuro y, sobre todo, se acompaña.
A contramano del ruido, mientras otros debates se gritan en los medios o se diluyen en diagnósticos abstractos, hay docentes que simplemente están. Están cuando reciben con un abrazo, cuando detectan una carencia, cuando cambian un pañal, cuando enseñan a cuidar una planta o a rezar por un compañero enfermo.
Docentes que no solo enseñan, sino que están. Que sostienen la infancia con brazos firmes y mirada atenta. Que, sin importar si están entre vacas o entre mamaderas, siguen creyendo que la educación empieza por el vínculo y termina, quizás, cambiando una vida.