Prohibido olvidar
El color que nos cambió la vida


Pinky, el color y la familia unida. El recuerdo de Villa Luro, los dibujos y la Tia Estrella, en la mirada de Raúl Vázquez.
Una de las cosas que más recordamos quienes disfrutamos de la infancia a principios de los 80 es el bello rostro de Pinky transformándose del blanco y negro al color. Si bien la llegada de la televisión color a la Argentina fue antes de esta escena, con la primera transmisión color durante el Mundial 78 por Canal 7, y que luego sería un hito fundamental para quienes lo vimos asombrados, el año 80 trajo como gran novedad la masificación de la televisión color. Aunque no todos los hogares contaban con esa tecnología, pasar de los tonos grises a una explosión de colores transformó nuestra experiencia visual. Había una gran fascinación por ver a los personajes y escenarios cobrar vida en una nueva dimensión cromática, haciendo que la televisión fuera aún más cautivadora.
En mi familia, quien me regaló esta experiencia fue mi tía Estrella, que vivía a pocas cuadras de casa, sobre Camarones, en Villa Luro. Vimos atónitos la imagen en un televisor de origen alemán, color madera, pesado y que, a ojos de mi niñez, era como una poderosa nave espacial que nos permitía aterrizar de plano en el año 2000.
En mi casa, y en varias de las casas del barrio, el ansiado aparato llegó algo más tarde. Comprar un televisor color en Argentina en los años 80 significaba mucho más que adquirir un electrodoméstico. Era un símbolo de estatus, un salto tecnológico y una puerta de entrada a un mundo visualmente más vibrante y moderno. Pero también más caro. Aunque parezca mentira, la TV Color era un indicador de que la familia tenía capacidad económica para acceder a bienes de consumo de alta gama. Así eran los 80. Estaban los deseos humildes y los otros.
No recuerdo bien en qué circunstancias llegó el reluciente ITT de caja de madera a casa. Pero sí recuerdo el Mundial 82 en blanco y negro, como indicio de su llegada. Y también recuerdo, como seguro había sucedido décadas atrás con la llegada de la televisión en blanco y negro, a la gente agolpándose en las vidrieras de las casas de electrodomésticos para ver las primeras imágenes a color y maravillarse con la novedad. La ñata contra el vidrio, pero contemplando un deseo inalcanzable, más que un café.
Antes de todo esto, y casi sin saberlo, fuimos testigos de cómo, tras el golpe militar, los canales privados fueron intervenidos por el Estado, repartiéndose entre las tres Fuerzas. Canal 7 (que luego sería ATC) quedó bajo la órbita de Presidencia, Canal 9 fue para el Ejército, Canal 11 para la Aeronáutica y Canal 13 para la Marina. Pero eso poco nos importaba a los más chicos. Lo único relevante era que llegara el horario del comienzo de transmisión y disfrutar de los dibujitos animados. Así es, querido adolescente: la tele empezaba cerca del mediodía, luego de toda una noche con la imagen mostrando una especie de lluvia del más allá y un ruido a sifón eterno que salía de los parlantes y que le daba lugar a la esperada “Señal de Ajuste”, algo así como el prolegómeno o el comienzo de la vida misma.
Por lo general, sobre todo durante las vacaciones de verano, la señal de ajuste indicaba el momento del desayuno. Pan, manteca, lluvia de azúcar y leche con cacao de segunda marca eran el banquete ideal para disponernos a disfrutar de la vida de preadolescente cuyos problemas no pasaban ni por la dictadura, ni por el amor no correspondido, ni por la muerte. La tele ocultaba esas cosas de grande y nos regalaba momentos inolvidables que marcaron para siempre nuestras vidas.
La grilla de programación de esos años era, en cierto modo, más predecible y sencilla. Había menos canales, lo que facilitaba la elección. Los programas solían tener largas temporadas, creando un lazo de familiaridad y fidelidad único con cada uno de nosotros. Nunca supe por qué, pero mi preferido era Canal 13. Se suponía en esa época que era un canal de estética más cuidada, con una artística más pensada e inclusive hasta con algo más de glamour. No lo sé. Mi preferencia se daba simplemente por el inigualable Meteoro, Pepe Biondi, Los Autos Locos, El Zorro y Los Tres Chiflados. Y, por la tarde, por la presencia de Carozo y Narizota con el Profesor Gabinete, los verdaderos dueños de mi merienda, mis ilusiones y mis sonrisas.
En las tardes estaba la verdadera grieta (sí, una más), la de los dibujitos animados. Estábamos los que preferíamos a Hanna-Barbera, con Los Picapiedra, el oso Yogui, la Hormiga Atómica, Don Gato, Scooby-Doo, los Supersónicos, Maguila Gorila o los maravillosos Autos Locos. Del otro lado estaban los del Estudio DePatie-Freleng, con un personaje icónico a la cabeza: La Pantera Rosa, más El Inspector y El Oso Hormiguero. Hanna-Barbera, verdaderos creadores de Tom y Jerry antes de que el dinero haga su parte y pasen a la Metro-Goldwyn-Mayer, era insuperable. Salvo por el humor mudo y genial de La Pantera Rosa.
Para un chico que no superaba los 12 años, y que por cierto muy lejos estaba de los chicos que hoy tienen esa edad y son casi licenciados en entretenimiento, la televisión, color o blanco y negro, era tal vez la representación más acabada del paradigma del pequeño pelotudo argentino. Pero no lo sabíamos. Quietos, con la boca semiabierta, una galletita Boca de Dama en una mano y la otra rodeando una taza tibia de café con leche, crecimos mirando un aparato que nos regaló recuerdos que hoy, a pesar del tiempo, salen del arcón para erguirse delante nuestro y reclamar un merecido reconocimiento.
Recuerdos que emergen junto a la mirada de Julieta Magaña, mi primera novia sin que ella lo sepa, el secreto de Rex, el hermano mayor de Meteoro, la maravillosa caricatura del inigualable Carlitos Balá, la didáctica sensibilidad de Pipo Pescador, la novedosa aparición de Marcelo Marcote o Elvira Romey y el insuperable Chavo del 8, verdadero generador de mis últimas sonrisas de adolescente y gran compañero de vida hasta hoy.
Más tarde, cuando el fútbol se fue adueñando de mi pasión, en medio de los goles de Independiente mal filmados y las gambetas de Bochini que presagiaron a Maradona, llegaron las noticias con 60 Minutos y Buenas Noches, Argentina, de la mano de Sergio Villarruel. Y también llegó Tato Bores. Debajo de una peluca extraña, con frac y detrás del humo de un habano, nos enseñó que la historia se repite. Y que si en algo podemos superarnos los argentinos es en ser cada vez peores.
Ya a fines de la adolescencia, la realidad empezaba a importarnos tanto que debimos superarla con algo de humor. Y nos extasiamos ante Olmedo y su No toca botón, Calabromas, Las mil y una de Sapag, el Hiperhumor de los uruguayos y Operación Ja Ja.
Antes de la irrupción del cable, internet y el streaming, la televisión abierta era el epicentro del entretenimiento hogareño. Las familias se reunían alrededor de la mesa para ver el noticiero, la novela (asumo delante de todos y sin un atisbo de vergüenza haber visto Rosa de Lejos), el programa de humor o la película de la noche. Un verdadero ritual familiar donde se compartían comentarios, risas y hasta discusiones.
Este carácter unificador generaba una experiencia compartida que hoy es difícil de replicar. Los programas eran tema de conversación al día siguiente en la escuela o el trabajo. La televisión era para nosotros un agente socializador que creaba una verdadera participación colectiva. Aún en el complejo contexto político de la dictadura, la televisión de los 80, especialmente después de Malvinas y con el retorno a la democracia, comenzó a reflejar y, de alguna manera, a acompañar los cambios y anhelos de la sociedad argentina.
La televisión con la que crecimos, especialmente en los barrios, evoca una profunda nostalgia y una mirada innegablemente romántica. Es un sentimiento que va más allá de recordar y hasta homenajear a diferentes programas o ídolos de la pantalla. Se trata de una época donde la televisión ocupaba un lugar central en los hogares y en nuestra vida. Se trata de reconocer que crecimos en la humildad de una tecnología insuperable para la época, pero que estaba en pañales si la miramos con los exigentes ojos del presente. Se trata de reconocer que aquellos personajes en blanco y negro fueron lo que fueron porque inundaron de magia nuestra vida.
Se trata de reconocer, en definitiva, que fuimos creciendo. Que los épicos triunfos de Meteoro quedaron en el pasado. Que el Chavo y Quico en realidad se pelearon por plata. Que mamá y papá ya no están para pedirnos que apaguemos la tele e ir a estudiar. Y que el viejo control remoto cuadrado y pesado de la Schaub Lorenz de 20 no pudo cambiar mi vida. Gracias a Dios.