Fue ladrón, creyente y leyenda urbana
Domingo Parodi: el ladrón jorobado que fascinó a Buenos Aires

Historiadora y Periodista

Su joroba lo hizo célebre, su fe lo acompañó en cada delito, y su muerte lo convirtió en objeto de estudio médico.
Durante años, los porteños lo vieron deambular por las calles con paso lento y pesado. Caminaba encorvado, envuelto en una capa oscura que buscaba disimular la joroba que marcaba su figura. Algunos cruzaban de vereda al verlo venir; otros murmuraban su nombre con una mezcla de miedo y fascinación. Se llamaba Domingo Parodi y, aunque no era el único ladrón de Buenos Aires, se convirtió en uno de los más notorios.
Había sido sacristán en su juventud, y conservaba de aquella época un fervor religioso peculiar. Se persignaba con devoción antes de cada robo y hasta llegaba a rociar su joroba con agua bendita, como si el acto pudiera protegerlo de la desgracia o redimirlo de antemano. No era simplemente un delincuente: era un creyente que había torcido el camino sin renunciar del todo a su fe.
Parodi tenía conocimientos de herrería, y eso le dio una ventaja crucial en sus actividades delictivas. Con habilidad y paciencia, tomaba moldes de las cerraduras y luego falsificaba las llaves en su taller clandestino. Las entregaba a sus jóvenes cómplices —la mayoría menores de edad, reclutados de los márgenes de la ciudad—, quienes entraban a joyerías, relojerías o viviendas elegidas con meticulosidad, siempre cuando no había nadie. El grupo evitaba la violencia: si descubrían que en una casa había algún ocupante, abandonaban el plan.
La guarida de la banda estaba escondida entre callejones oscuros del casco urbano, una especie de cueva rústica donde se refugiaban tras cada golpe. Allí planificaban los próximos atracos, bebían hasta perder la conciencia y dividían el botín como piratas de tierra firme. Parodi, afectado por la tuberculosis, bebía cada vez menos y pasaba largas horas en silencio, rezando. Sabía que no le quedaba mucho tiempo.
Uno de los asaltos más audaces, cometido a plena luz del día, desató la alarma pública. En un intento desesperado, la policía ordenó la detención de todos los jorobados de Buenos Aires: cerca de cuarenta fueron encarcelados, sin pruebas ni distinción. Pero Parodi logró eludir esa redada inicial y permaneció oculto durante semanas junto a algunos miembros fieles de su banda.
Cuando finalmente fue arrestado, su captura se convirtió en un espectáculo. En la cárcel, cientos de curiosos hacían fila para ver con sus propios ojos la célebre joroba del delincuente. Lo insultaban, se burlaban, le lanzaban cáscaras de fruta como si fuera un animal de feria. Parodi respondía a veces con sarcasmo; otras, directamente se bajaba los pantalones en gesto de desprecio. Ante semejante espectáculo, las autoridades decidieron prohibir las visitas.
El abogado Eduardo Acevedo asumió su defensa y fue contundente ante el juez:
“Mis protegidos —dijo—, diga lo que quiera el acusador, son unos ladrones muy vulgares. En Europa serían motivo de risa entre los presidiarios. Nunca usaron armas. Una vieja los asustaba. ¿Y son estos los ladrones terribles que atemorizaban a Buenos Aires?”.
El juez, implacable, lo condenó a muerte junto a dos compañeros. Pero la sentencia fue revisada por un tribunal más amplio, en el que participaba Valentín Alsina. Se les conmutó la pena por prisión, y en atención a su condición física, Parodi recibió una condena de solo cinco años.
Tras recuperar la libertad, reincidió. Soñaba con regresar a Italia y hacer carrera política, pero necesitaba dinero. Planeó entonces el robo del Banco Provincia. Fue sorprendido por un sereno, detenido in fraganti y enviado de nuevo a prisión.
La última etapa de su vida fue un lento descenso hacia la ruina. Enfermo, delirante, erraba por las calles como un espectro. Murió en el Hospital General de Hombres. Su cuerpo no fue enterrado. Los médicos estudiaron su esqueleto, convencidos de que las deformidades físicas revelaban el alma criminal. Finalmente, sus restos pasaron al célebre Francisco “Perito” Moreno, quien los donó al Museo de La Plata. Allí, la joroba de Parodi se convirtió en objeto de exhibición durante décadas.