Historia Argentina
Cenizas errantes: los próceres que no murieron en su tierra

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Homenajes tardíos para figuras que siguen dividiendo miradas.
La historia argentina no solo se escribió en campos de batalla, congresos y exilios, sino también en tumbas lejanas y regresos largamente postergados. Muchos de los hombres que pensaron, organizaron y defendieron la Nación murieron fuera del territorio que ayudaron a construir. Sus cuerpos quedaron lejos, pero sus nombres siguieron habitando la memoria colectiva, aguardando el momento en que la patria decidiera traerlos de regreso. La repatriación de sus restos fue, en cada caso, un acto profundamente político, simbólico y emocional.
José de San Martín, el Libertador de América, murió el 17 de agosto de 1850 en Boulogne-sur-Mer, Francia. Su muerte en el exilio fue la consecuencia de años de silencios, desencantos y tensiones con la dirigencia local. Durante décadas, la Argentina no estuvo preparada para recibirlo, atrapada en disputas internas que hacían imposible un homenaje consensuado. Recién en 1877, a casi treinta años de su fallecimiento, el presidente Nicolás Avellaneda impulsó formalmente la repatriación de sus restos.
El llamado de Avellaneda tuvo una fuerza extraordinaria. En un mensaje que apelaba a la conciencia histórica, afirmó que las cenizas del “primero de los argentinos” no debían permanecer fuera de la patria y advirtió que los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden el sentido de su destino. No se trataba solo de un traslado funerario, sino de un gesto de afirmación nacional, de un intento por cerrar heridas y construir una memoria común.
La respuesta fue inmediata. El pueblo argentino se movilizó mediante colectas populares, mientras el Estado aportó fondos para erigir un mausoleo acorde a la figura del Libertador. En abril de 1880, el transporte naval Villarino partió rumbo a Europa en su viaje inaugural. El 21 de ese mes, en el puerto de El Havre, Mariano Balcarce entregó los restos de su padre al capitán del buque. El regreso de San Martín ya era irreversible.
El 28 de mayo de 1880, el Villarino arribó al puerto de Buenos Aires. La ciudad entera se volcó a las calles. Un solemne cortejo fúnebre, montado sobre una carroza inspirada en la que había transportado el féretro del duque de Wellington, condujo los restos hasta Plaza San Martín. La Argentina se detenía para recibir a uno de sus padres fundadores. En la ceremonia hablaron Avellaneda, Domingo Faustino Sarmiento y el embajador del Perú, Evaristo Gómez Sánchez, sellando un homenaje que trascendía fronteras.
Sin embargo, San Martín no fue el primer prócer en volver. En 1857, Buenos Aires decidió repatriar los restos de Bernardino Rivadavia, figura clave y polémica de los primeros años de la vida independiente. Su llegada estuvo marcada por honores oficiales, un cortejo naval y discursos encendidos. Rivadavia regresaba en medio de un país que aún discutía su legado, pero que reconocía su papel central en la organización institucional.
María de las Cerreras, presidenta de la Sociedad de Beneficencia, destacó su aporte a la educación y a los derechos de la mujer. José Mármol y Sarmiento también tomaron la palabra. Bartolomé Mitre, desde el muelle, proclamó la vigencia de sus ideas. Durante un mes, las cenizas recorrieron la ciudad entre homenajes y duelo. Finalmente, fueron inhumadas en el Cementerio de la Recoleta, el mismo que Rivadavia había impulsado. Allí, Valentín Alsina y Dalmacio Vélez Sarsfield subrayaron su férrea defensa de la libertad de prensa. Desde 1932, sus restos descansan en un mausoleo en Plaza Miserere.
Juan Bautista Alberdi también murió lejos de su tierra. Falleció en Francia y sus restos fueron repatriados en 1889, por orden del presidente Miguel Juárez Celman. El 28 de mayo partieron rumbo a la Argentina a bordo del vapor Azopardo. A su llegada, fueron velados durante varios días en la Catedral Metropolitana. El autor de las Bases regresaba al país cuya Constitución había ayudado a forjar.
Durante años, sus restos permanecieron en la bóveda de la familia Ledesma, en la Recoleta, a la espera de un destino definitivo. Recién en 1991, por decisión del presidente Carlos Menem, Alberdi fue trasladado a Tucumán. Hoy descansa en la Casa de Gobierno de esa provincia, en un reconocimiento tardío pero significativo a su legado intelectual y político.
También durante el gobierno de Menem se concretó una de las repatriaciones más cargadas de controversia y simbolismo: la de Juan Manuel de Rosas. Derrotado en Caseros en 1852, Rosas partió al exilio en Southampton, Inglaterra, donde murió en 1877. En su testamento pidió permanecer allí hasta que su patria le hiciera justicia. Durante más de un siglo, su figura dividió a los argentinos incluso después de muerto.
El 30 de septiembre de 1989, tras 137 años de exilio, sus restos regresaron finalmente al país. Luego de la ceremonia oficial, fueron trasladados a la bóveda familiar del Cementerio de la Recoleta. Durante el responso, el padre Alberto Ezcurra expresó que Rosas había encontrado un lugar no solo en el suelo argentino, sino también en el corazón del pueblo.
La repatriación de los restos de estos próceres fue mucho más que un acto protocolar. Fue una forma de dialogar con el pasado, de revisar la historia y de resignificar figuras complejas. Cada regreso expresó una etapa distinta de la construcción de la memoria nacional y reveló que la historia, incluso después de la muerte, sigue siendo un terreno de debate, identidad y reconciliación.
