Prohibido Olvidar
Bar Tribunales: papá, el café, la gata y un recuerdo imborrable

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Bar Tribunales: la barra, un feca y un recuerdo imborrable en el alma
Cuando sos chico, hay momentos que se convierten en hitos. Recuerdos que hoy, bajo la mirada de cualquiera de nosotros, significan poco o nada y que aquella inocencia de la niñez los hace grandes y hasta inolvidables. Es como cuando lográs entender que el patio de los abuelos parecía inmenso, pero la realidad es que vos eras demasiado chico. Lo cierto es que una historia no es grande o chica. Sino que el tiempo las hace grandes por más chicas que parezcan. El tiempo y el recuerdo agradecido, condimento indispensable.
Seguramente, ojalá, este pueda ser un buen momento para que te detengas un rato, revuelvas en tu caja de olvidos y logres rescatar uno de esos ínfimos momentos para hacerlos crecer y convertirlos en ternura. Voy con uno como puntapié inicial. Humilde. Vos creá el tuyo y dale forma. Es domingo, dale. Tenés tiempo.
La relación con mi viejo empezó con un llamado tan sencillo como terminante. “Dale, vamos al negocio”, me dijo un domingo temprano. Mis ocho años saltaron de la cama y me alisté con la misma rapidez y alegría de un chico que se prepara para ir a Disney. Nunca entendí del todo su ida al bar, que estaba cerrado los fines de semana y que funcionaba gracias a los miles de abogados que trabajaban en la zona. Nunca, hasta ahora, que comprendí su pasión mientras disfruto de escribir a la luz tenue de una lámpara en las horas más extrañas.
En menos de cuarenta y cinco minutos, y sin que me importe el frío de ese domingo de julio, salimos en el auto hacia la esquina de Lavalle y Libertad. El Bar Tribunales de mi viejo iba a ser todo mío. El local sin clientes, la Plaza Lavalle, el viaje en auto, el sótano, darle de comer a la gata y la horma de fresco y el dulce de batata en caja de madera que a la vuelta viajarían en el asiento de atrás iban a darle forma a un nuevo recuerdo que hoy descubro guardado en esa caja donde ahora estás buscando vos el tuyo.
El Fiat 1600, ni bien tomó Corrientes y pasó por la esquina de la pizzería El Gol de Ortega Moreno, que siempre fue un faro y a la que nunca entré, siguió a medida que la avenida se hacía más moderna y más centro. Cruzó Callao y a las pocas cuadras dobló a la izquierda antes de llegar al obelisco. Estacionó ahí nomás, sobre Libertad, casi llegando a Lavalle. Hoy, replicar ese viaje en medio del tránsito es insufrible. Y estacionar ahí, literalmente imposible. Ventajas del pasado, que siempre se empeña en mostrarnos que los gratos recuerdos incluyen algunas cosas que en el presente son una quimera.
Si hay un arquetipo que define la esencia indomable de Buenos Aires, no es el Obelisco ni el Tango envasado para turistas que no comprenden sus letras ni su música. Es la mesa de un café, un estrecho cuadrilátero insonoro y manchado de pasado donde se jugaba, y a veces se perdía, el destino y la vida de los porteños.
Cuando hablo de la mesa del café como un refugio vital, no puedo evitar pensar en mi viejo, gallego y gastronómico, que no sé si habrá entendido que su Bar Tribunales era también un templo. Y que el café era el glorioso pretexto para que el habitante de este país, que todavía no había entrado en la insostenible debacle cultural de este tiempo, pudiera comprender y filosofar sobre el destino que le esperaba.
En los ojos de mi viejo se mezclaba el humo del tabaco con el vapor del pocillo bien cargado. Más allá de su Galicia natal, sospecho sin demasiados fundamentos que sabía muy bien que en la Argentina el café era mucho más que una infusión. Era una célula de resistencia cultural. Pensemos por un momento en la atmósfera: un espeso velo de humo de cigarrillos Particulares o de Jockey Club flotaba a media altura, encapsulando las mesas. Un sordo ruido de conversaciones que se mezclan con el sugerente silencio de las mesas con un solo habitante. Las tazas y los vasos chocando del otro lado del mostrador, generando un colchón de sonido agudo y casi musical. Y del otro lado, en la calle, la vorágine fila de gente que pasa sin destino hasta que uno de traje oscuro, como en un desfile, ingresa y arrastra la silla para sentarse y encontrar su destino mientras gira la cuchara de café.
El café humeante en los bares de los 80, desde el notable y persistente Tortoni hasta las mesas más modestas de barrio, se convirtió en las verdaderas casas de la palabra. Allí, con la voz baja y la mirada atenta del mozo confidente, mediador entre la barra y el deseo, se pasaban libros prohibidos, se debatían las noticias que los diarios callaban, se tejían las utopías que las billeteras negaban y se lloraba el amor esquivo. El ritual del café, con su parsimonia sagrada, era una pequeña victoria en medio del incipiente relato vertiginoso que llegó para modificar nuestro andar lento pero seguro.
Cuando crucé Libertad de la mano de mi viejo y entré por primera vez en mi vida al Bar Tribunales vacío de domingo, imaginé el día a día y el nervio de los mozos y su saco blanco impoluto. Los pensé corriendo y subiéndole el tono de voz a los pedidos. Y del otro lado de la barra, reinando detrás del mostrador de acero inoxidable, lo vi a mi viejo comprendiendo toda la comanda, ordenando lo que entra y lo que sale. Caminando sobre las maderas del piso y agachándose como en una danza para abrir la heladera y sacar el Delifrú, tal vez, el más maravilloso placer que mi paladar de niño disfrutó hasta hoy.
Se me ocurre pensar, y me queda como duda inexpugnable, si los mozos lograban ser testigos de la vida de los clientes a partir de sus actitudes en la mesa. ¿Sabrían quién leía a Benedetti disimulándose entre las páginas de La Razón? ¿Quién era el poeta que escribía versos en las servilletas? ¿Quién era el amante y quién el marido? ¿Sabrían quién era el perdedor y quién se llevaba el mundo por delante? No lo sé. Lo cierto es que ese domingo, de la mano de mi viejo, el Bar Tribunales fue una de las herramientas que me ayudó a ver un poco más allá. A sentir algo del otro. Y a vislumbrar parte del futuro mientras intentaba adivinar las profesiones según la vestimenta de la gente.
Cuando llegué al Bar Tribunales, faltaba muy poco para que nacieran los '80 y para que con el cambio de década llegue el resquebrajamiento del régimen y la explosión de la democracia. Allí fue cuando el café cambió de piel, aunque no de alma. El humo seguía allí, pero el tono de voz ya no era un murmullo cómplice, sino un grito de desahogo. Los cafés de la calle Corrientes, los de Almagro y hasta los de San Telmo se llenaron de una energía que permitió a la generación que había crecido bajo la bota descubrir el rock, el teatro y la filosofía. La libertad dejaba de ser utopía, aunque el café con leche y tres medialunas seguía siendo un clásico.
El debate ya no era la supervivencia, sino la refundación. Se discutía de alfonsinismo, de privatizaciones, de derechos humanos, y se hacía con la pasión desordenada del que recupera un tesoro. La mesa del café era la redacción de un diario invisible cuya portada no anunciaba la muerte, sino la esperanza. Más tarde, el tiempo, otra vez, se encargó de demostrar que todo fue una quimera. Y que los deseos son la ausencia de una realidad que no podemos alcanzar.
Mientras, de vuelta a Villa Luro y con el recuerdo de mi primera vez en el Bar Tribunales bien sólido y firme en mi memoria, dejo un párrafo para el café del barrio. Más modesto, con el mostrador mirando hacia Lope de Vega, no tenía la mística bohemia, pero sí la fidelidad comunitaria. Era el lugar donde el almacenero, el empleado de la Mutual y el estudiante se cruzaban. El espacio donde las fichas de dominó, los dados o el ancho de espadas eran un rito inalterable. Y donde el debate político no era teórico, sino brutalmente doméstico. Donde cada mesa era un pequeño club social en el que la información vital circulaba a la velocidad de un sorbo de café y donde el mozo ya no era testigo, sino casi un familiar que sabía cuándo cambiar el cenicero.
Vuelvo a mi viejo. No me queda más que imaginarlo mientras veo a los jóvenes con sus laptops y sus latte macchiatos en los flamantes coffee shops. Dios mío. Qué fácil puede ser olvidar la importancia fundacional del bar que cobijó a los de 50 y tantos. Qué fácil es olvidar esos cafés que fueron los pulmones de una ciudad que se ahogaba. Cafés que llegaron a ser el ámbito de una conjura literaria y política, el lugar donde se demostró, taza a taza, que el pensamiento es primo hermano de la libertad.
El aroma a café es, para los que bebimos en las viejas tazas de porcelana blanca, el perfume de una juventud que nos despide. Y, a la vez, es el legado de nuestra identidad porteña, innegociable y terca. Aunque todos seamos hijos de gallegos.
