Fin de año
Balances: entre el "íspa" que duele y el amor de Esther

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El amor y el barrio en cambio constante. Palabra devaluada y un truco para un balance positivo sin margen de error.
Cuando se acerca fin de año, quién sabe por qué, amanece en la mente de los hombres la innecesaria idea de hacer un balance. Llega el momento de imaginar las vacaciones, el Vitel Toné, sinónimo de decadencia creativa, la caja navideña, el aguinaldo, los brindis presenciales de todos los grupos de WhatsApp y nos traicionamos, sin razón aparente, con la postulación imbécil del tipo “¡este año fue un desastre!” o “buen año, este”. "Lástima el íspa” o “si Esther no me hubiera dejado en marzo, el año habría terminado bien”. Como si tu realidad individual pudiera abarcar las contingencias generales y definir un período de tiempo que seguro es distinto para cada uno de nosotros. Como si la vida se resumiera en un conjunto de errores o aciertos independientes en un lapso determinado.
Siempre tuve la impresión de que no hay nada más inexacto, impreciso e innecesario que un balance de nosotros sobre nosotros mismos. La selección de eventos a evaluar siempre es injusta y la valoración que hacemos es siempre descansando en lo que nuestro corazón y nuestra autoestima puedan resistir. Nos traicionamos porque no podemos ir en nuestra contra. Además, es especialmente difícil que logremos castigarnos con el recuerdo de un error garrafal de junio si cuatro meses después, por ejemplo, nos ganamos la lotería. Primero, porque el error garrafal queda en el olvido. Y luego, porque la decisión de jugarse la vida en el azar pasa a ser protagonista y borra los errores, maquilla el amor y hasta puede definir quiénes somos. Nada más injusto que eso. Nada más volátil que el azar.
No hagan balances, señores. Y si lo hacen, que sea un balance superficial, ligero, liviano, en un café de barrio, frente a una picadita estéril y dos copas de malbec. Y, sobre todo, tengamos el cuidado de hacerlo sentado con un par de amigos que piensan más en los ajustados breteles de la parroquiana de la derecha que en nuestras palabras vacías de sentido.
Sí es así, sí. Que venga el balance.
En esta humilde columna quincenal vamos a sucumbir a la idea de evaluar lo que hemos vivido. Acostumbrados a la idea central de revalorizar el pasado, de hacer renacer lo que fuimos desde la nostalgia, les propongo una evaluación general. Una postulación completa y arriesgada de lo que somos y lo que fuimos. Seguramente será injusta y posiblemente será incompleta. Pero si la idea es hacer balances, el desafío será atravesar los temores y las dudas que suponen las comparaciones entre el pasado y el futuro. Y hacerlo con todo el contexto que nos rodea. Superando el dolor de lo que pudimos ser. Y la angustia por lo que ya no seremos.
Empecemos pensando en aquel país que nos mostraron nuestros padres en los 70 y los 80. Y avancemos en un balance más social que particular. Un balance con menos grietas y más amor.
En nuestra infancia había una Argentina que caminaba con paso de barrio. Un país que se movía al ritmo de la heladera Garef que zumbaba en la cocina, del portón que chirriaba al abrirse cada mañana y del grito del sodero que dejaba los sifones de vidrio en la puerta. Era un país reconstruyéndose desde los cimientos, saliendo de la sombra hacia una luz incierta, pero luz al fin. Y ese movimiento, todavía tembloroso, tenía algo de épica silenciosa.
La vida cotidiana en Villa Luro era austera, pero abundante en significados. Alcanzaba con recorrer alguna de sus calles y descubrir la verdulería con cajones de madera que perfumaban la esquina; o el almacén con ese olor a mezcla de quesos, jamón crudo y galletitas Manón; o la peluquería de dos sillones donde el diario del día y las revistas del corazón eran biblias contemporáneas. Todo tenía una textura más física, más humana, más cálida. Y aunque no sobraba nada, parecía que alcanzaba todo.
En las veredas, la infancia hacía patria. Los chicos jugábamos hasta que la luz del día se apagaba como una llama, y solo volvíamos a casa cuando el aire empezaba a oler a los puchos de los adultos que charlaban sentados en sillas de madera. Jugar a la pelota era un verdadero mundial improvisado; cada pozo en la vereda era un obstáculo heroico y cada buzo, un poste reglamentario. La calle pertenecía a nosotros, y nosotros pertenecíamos al barrio.
Había también una educación emocional que nadie nombraba, pero todos seguían. Los mayores tenían autoridad sin levantar la voz. El “permiso”, el “por favor” y el “gracias” eran pilares inamovibles, casi como reglas del tránsito social. La palabra era una especie de documento interno con el que, si alguien prometía algo, lo cumplía. Y si se equivocaba, pedía disculpas. En el fondo, todos sabíamos que vivir en el barrio era también convivir con el otro.
La política, con sus trajes anchos, sus discursos largos y su fervor recién recuperado, era un ritual colectivo. El país entero parecía escuchar las radios y los televisores como si fueran templos hogareños en los que se procesaban emociones nuevas como la esperanza, el miedo y la renovación. Se discutía con pasión, sí, pero también con criterio; y se escuchaba al otro para entenderlo, no para vencerlo. Y en medio de esas conversaciones de sobremesa, más de una familia reconstruyó su propio mapa moral. Aunque después descubrimos que los años de plomo se cobraron las víctimas de la intolerancia en su mayor y más triste expresión.
Gracias a Dios, la Argentina no quedó congelada en esos años. Supimos superar a los años oscuros y algunos salieron sanos y salvos. Aunque heridos en el alma. El país creció, mutó, se aceleró. Los 90 trajeron vértigos, y el nuevo siglo, incertidumbre. Cumpleaños tras cumpleaños, algunas muertes después y casi sin darnos cuenta llegamos a hoy, a esta Argentina hiperconectada, ansiosa, un poco cansada y un poco menos sabia. Los barrios cambiaron. Donde estaba el videoclub, hoy tenés una farmacia abierta las 24 horas; donde había un almacén, apareció un chino con ofertas que se renuevan todos los días y vinos de dudoso origen; y donde pasaba el camión de la basura con la campana metálica, hoy pasan barrenderos con auriculares inalámbricos. Las plazas están más iluminadas, los colectivos son más limpios, los autos más seguros. El amor es tal vez lo único que no cambió, porque, como siempre y como corresponde, las mujeres deciden. Y los hombres creen que definen.
Sin embargo, algo se perdió en el camino. Ya nadie se queda a conversar en la puerta de casa. Las rejas se hicieron más altas y las persianas más rápidas. Los chicos juegan en pantallas lo que antes jugábamos en las veredas, y los vecinos, que sabían la historia completa de la cuadra, hoy apenas se reconocen por cortesía. La palabra, una verdadera moneda de oro, perdió parte de su valor y se devalúa rápido entre promesas rotas, tuits impulsivos y enojos sin sentido.
Aunque, para ser justos, debemos reconocer que algo aprendimos. Hoy somos más conscientes de nuestros derechos y también nos animamos a denunciar lo que antes callábamos. Hay más información, más acceso a la salud, más posibilidades de estudiar a distancia, de viajar y de ver el mundo. La tecnología nos regaló herramientas que los 80 jamás soñaron: podés hablar con un amigo que vive a miles de kilómetros, seducir con un mach inentendible, encontrar fotos viejas de tu abuela y hacerlas video para ver cómo bailaba en blanco y negro. Y hasta es posible ver cómo la panadería se hace gourmet, el café lo hace un tipo que se hace llamar barista y el peronismo se fagocita a sí mismo sorbiendo el veneno de una mujer que lo traicionó.
La Argentina de hoy no es esa postal amarillenta que guardamos en la memoria, pero tampoco es su negación. Es, quizás, una mezcla imperfecta, más conectada pero más sola, más equipada pero menos comunitaria, más rápida pero menos profunda. Y sin embargo, cuando el calor del verano cae sobre las calles o cuando una tormenta sacude los árboles y los deja perfumando la noche, algo de aquel país se filtra de nuevo, como un reflejo en el agua. A veces es un olor que mezcla el aroma a café con leche con la humedad de un pasillo viejo. Otras, un tango de Pugliese que suena en la AM, o un vecino que dice “¿cómo anda, maestro?” con una familiaridad que nos parecía extinguida.
Sepa el mundo que ríe en el estúpido carnaval carioca de los casamientos que la nostalgia no es sólo tristeza. Es también gratitud. Y ella nos recuerda que hubo un tiempo en que fuimos más chicos pero el mundo parecía más grande, más noble, más comprensible. Y quizás, en el rincón más profundo de nuestro recuerdo, sepamos que parte de esa Argentina todavía vive dentro de nosotros. Que cada gesto amable, cada palabra cumplida, cada reunión entre vecinos, cada mate compartido sin apuros, cada beso esquivo, cada guiño del pasado que asoma en una esquina del barrio, es en realidad una manera de rendir homenaje a quienes fuimos.
Porque al final del día, la Argentina de nuestra infancia no se fue del todo. Habita en el recuerdo del barrio en que nacimos. Y si prestamos atención cuando hagamos nuestro balance, tal vez podamos descubrir que algo de aquél espíritu infantil y soñador, aunque sea fragmentado, seguirá guiándonos para descubrir esta Argentina que intenta, una y otra vez, reencontrarse consigo misma.
Ahora sí, este balance injusto e incompleto se acaba con una propuesta: seguilo vos. Poné a tu familia, al amor de tu vida y a tus hijos en la balanza. Y no le digas a nadie, pero esa es la trampa perfecta para que siempre te dé positivo.
