El lado humano de los próceres
Así veían a nuestros próceres quienes los conocieron en persona

/https://newstadcdn.eleco.com.ar/media/2025/08/proceres.jpeg)
Palabras escritas hace casi dos siglos devuelven la voz y la imagen de quienes forjaron la historia nacional.
Las memorias y cartas son tesoros para quienes amamos la historia. A través de ellas no solo conocemos hechos, sino que nos asomamos —por los ojos de sus autores— a las facetas más humanas de los grandes nombres nacionales. Allí donde la pintura o la fotografía no alcanzan, estas páginas nos revelan gestos, manías, encantos y defectos que el tiempo no borró.
Vicente Fidel López, hijo de uno de los autores del Himno Nacional, conoció a Bernardino Rivadavia siendo apenas un niño. Años después, su recuerdo resultó tan vívido como implacable:
“Grotesco y muy feo (…) tenía tanta gravedad en la expresión, que no sólo inspiraba respeto, sino cariño. Aunque su trato era siempre solemne y serio, al punto de no escapársele jamás una gracia, una punta hiriente o de estilo vulgar, era sin embargo atrayente y animado por el placer con que comunicaba sus ideas. (…) Rivadavia conocía tanto su importancia que no tenía la más mínima percepción de que su figura fuera ridícula; y se exhibía con entera confianza, convencido de que poseía la admiración y las simpatías de su partido (…) su cabeza se erguía con arrogancia en medio de una espalda demasiado ancha para su estatura. (…) Los brazos eran tan pequeños que parecían de otro cuerpo; y, a mínima distancia del pecho, sobresalía un abultado vientre, que producía el efecto material de una esfera sostenida por dos palillos (…) Tenía los ojos redondos y abiertos al ras de las cejas (…) los labios gruesos y tendidos hacia afuera con cierto gesto de orgullo, pero benevolente y protector al mismo tiempo”.
La impresión física de Rivadavia distaba de la admiración estética que provocaba San Martín. La inglesa María Graham lo conoció en Chile y dejó escrito:
“Sus ojos son oscuros y bellos, inquietos, y expresan mil cosas (…) su bella figura, sus aires de superioridad y esa suavidad de modales a que debe principalmente la autoridad que durante tanto tiempo ha ejercido, le procuran muy positivas ventajas. (…) No conozco otra persona con quien pueda pasarse más agradablemente una media hora”.
Otro viajero inglés, Robert Proctor, lo trató en Mendoza en 1824 y notó su apego a la tierra cuyana:
“Parecía muy apegado a Mendoza, como los habitantes lo eran a él; y sin duda, como este lugar fue el punto donde comenzó su brillante carrera, érale el más querido. (…) Con frecuencia venía a nuestras reuniones y nos divertía mucho con una cantidad de anécdotas interesantes que tenía manera fácil de narrar, animada por su rostro fuertemente expresivo”.
A pesar de ese amor por Mendoza, el Libertador terminó sus días en Europa. Allí lo visitó Florencio Balcarce, cuñado de su hija, quien nos dejó una entrañable postal de su vida cotidiana:
“El general goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona. Un día lo encuentro limpiando pistolas y escopetas; otro, haciendo de carpintero. (…) Merceditas [nieta mayor] está en la empresa de volver a aprender el abecé; pero el general siempre repite que no la ha visto un segundo quieta. Pepa, sobre todo, anda por todas partes levantando una pierna para hacer lo que llama volantín; todavía no habla más que algunas palabras sueltas, pero entiende muy bien el español y el francés”.
En esos mismos años, Charles Darwin visitaba el Río de la Plata y dejó su impresión de Juan Manuel de Rosas:
“Un hombre de extraordinario carácter, que ejerce la más profunda influencia sobre sus compañeros (…) Dirige admirablemente sus inmensas propiedades y cultiva mucho más trigo que todos los restantes propietarios del país”.
Vicente Fidel López, por su parte, lo describió de forma muy distinta:
“Se fingía modesto y recatado en las escasas visitas que hacía a la capital. Pero en los campos era tan brutal en los juegos hípicos que no se contentaba sino haciendo víctimas (…) Alto, hercúleo, de semblante rubio, de ojos azules y de hermosa figura, tenía no sé qué que avasalla bárbaros. (…) Clasificaba a los habitantes de aquella campaña como si fuesen ganados mansos de su rodeo”.
Estos retratos, tejidos con recuerdos y juicios personales, nos conducen mucho más allá de la rigidez del bronce. Nos muestran a los próceres en movimiento, con su voz, sus gestos y su humanidad. Y en ese camino, siempre habrá nuevas páginas que nos acerquen, de forma íntima y apasionante, a quienes forjaron nuestra historia.