Historia
1914: cuando la Navidad detuvo la guerra

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En medio del horror de la Primera Guerra, una tregua espontánea transformó trincheras en un espacio de humanidad.
La fe, dicen muchos, se desvanece. Se diluye entre pantallas, urgencias y descreimientos, especialmente entre las nuevas generaciones. Ya no ocupa el centro de la vida social como en otros tiempos —cuando incluso fue capaz de encender guerras— y parece haberse replegado al territorio íntimo de cada conciencia. Sin embargo, hay un momento del año en que algo profundo, antiguo y obstinado vuelve a emerger. La Navidad, aun en sociedades cada vez más secularizadas, rescata por unas horas ese espíritu comunitario del cristianismo primitivo, mientras Occidente se viste de blanco, rojo y verde y se concede una pausa. Una tregua.
Este ha sido un año difícil. Pero no es, ni por asomo, ajeno a las tragedias que han marcado a la humanidad. Hubo años infinitamente más oscuros en los que, aun así, la Navidad logró abrirse paso y dejar una huella imborrable. Basta recordar lo ocurrido en diciembre de 1914, cuando Europa ardía en los primeros meses de la Primera Guerra Mundial.
Alemanes y aliados combatían en los frentes de Bélgica y Francia. Desde trincheras anegadas de barro, frío y miedo, los soldados del Imperio alemán y las tropas británicas se disparaban a diario sobre una franja maldita conocida como “tierra de nadie”, donde yacían cuerpos de camaradas heridos y muertos, abandonados desde hacía días. Pero al llegar la Nochebuena ocurrió algo impensado. En varios puntos del Frente Occidental, los soldados germanos colocaron árboles de Navidad iluminados en los parapetos de las trincheras. Poco después comenzaron a cantar villancicos. Entre ellos, uno resonó con fuerza: Stille Nacht, Noche de paz.
Desde las trincheras opuestas, los británicos respondieron con villancicos en inglés. El silbido de las balas fue reemplazado por canciones. Según relata el historiador Stanley Weintraub en su libro Silent Night, la tregua “surgió entre la tropa”, pese a los edictos de “anticonfraternización” impuestos por los mandos. Entre gritos improvisados —“Tú no disparar, nosotros no disparar”— los soldados comenzaron a creer, por unas horas, que la guerra podía detenerse.
Entonces todo se volvió magia. Algunos salieron de las trincheras con cautela. Otros se animaron a estrechar manos enemigas, a compartir un cigarrillo, a mirarse a los ojos sin el fusil de por medio. Muchos acordaron que la tregua continuaría durante el día de Navidad para poder regresar y enterrar a los muertos. Y así lo hicieron. Cada bando ayudó al otro a cavar tumbas y a celebrar ceremonias en memoria de los caídos. En una de ellas, un capellán escocés leyó un salmo en dos idiomas, como si la fe —esa que parecía desaparecer— reapareciera allí, en medio del barro y la sangre.
Hubo intercambios de comida enviada desde los hogares lejanos, pequeños regalos, botones de los uniformes guardados como recuerdos de una noche imposible. También hubo fútbol. Partidos improvisados en la tierra de nadie, con balones precarios y risas torpes, mientras alrededor se alzaban los restos de un mundo en guerra. Fotografías de la época muestran a los soldados enemigos posando juntos, compartiendo sombreros, sonriendo. “Al fin y al cabo, seres humanos”, parece decir cada una de esas imágenes.
“Nadie quería seguir con la guerra”, afirmó Weintraub. Pero los superiores sí. Las amenazas de castigo no tardaron en llegar. Con el Año Nuevo, ambos bandos reanudaron las hostilidades. El horror volvió a ocupar su lugar. Sin embargo, en cartas y diarios personales, los soldados conservaron el recuerdo de aquella tregua. “Qué maravilloso —escribió un combatiente alemán—, y qué extraño al mismo tiempo”.
No fue la única tregua navideña de la historia. El historiador británico Malcolm Brown recuerda episodios similares en la Guerra de Crimea, la Guerra Civil estadounidense y la Guerra de los Boers. Pero la de 1914 fue la más extensa, la más simbólica. Tanto, que las autoridades se aseguraron de que no volviera a repetirse, desde entonces cada Navidad fue acompañada por bombardeos. Habían aprendido algo inquietante: cuando los enemigos se reconocen como iguales, la guerra se vuelve insostenible.
Aquellos hombres dieron una lección silenciosa al mundo y a las generaciones futuras. Demostraron que incluso en el corazón del horror absoluto puede abrirse un espacio para la humanidad. Tal vez no estaría mal recordarlo hoy, en este país nuestro, donde a veces no somos capaces de lograr una tregua ni siquiera entre compatriotas. Aunque sea por Navidad.
