Memorias
Una noche en el Mississippi: jazz, familia y recuerdos

Periodista y Director de Newstad
Una viaje familiar y un recuerdo que despertó el placer por el jazz. Los negros y sus sonrisas insuperables con alegría.
Es lógico, habitual que en Newstad suene jazz. En un volumen, bajo, casi contextual, para acompañar la redacción con café y charla, para discutir notas, avanzar en la agenda. Muchas veces suena jazz y este especial me llevó casi de forma pavloviana a una noche inolvidable hace más de treinta años.
Tenía nueve años, era 1994, y todavía me acuerdo como si fuera ayer. Mi papá había sido invitado a un congreso en Estados Unidos que nos permitía conocer Disney y pasar por una ciudad desconocida que no me interesaba demasiado, no tenía hasta ese momento nada para ofrecer. Emprendimos en 1994 un viaje con aviones que separaban fumadores de no fumadores, el humo llegaba igual a diez mil pies del piso. Todo normal. No existía la inflación, el liberalismo de Carlos Menem iba derecho al éxito que nunca nadie votó por segunda vez y el dólar valía un peso. Tener mil pesos era casi certificado de ascenso social.
La ciudad era New Orleans. Y yo, que venía de vivir entre colectivos, empanadas y cuarenta minutos de tele a la hora de la siesta en Coronel Brandsen, sentí que había llegado a otro planeta. Es decir, a otro ritmo. Porque New Orleans no es solo una ciudad, es música, todo el tiempo. En cada esquina había un negro tocando un trombón, un clarinete, una guitarra, o bailando como si el mundo no importara. Los tipos te miraban (nosotros éramos los más blancos de la cuadra) con alegría y jamás tuvimos miedo. Yo no podía dejar de mirarlos azorado, nunca había visto tanta música, mística y alegría junta.
Hubo una noche que se me quedó tatuada en la memoria. Subimos a un barco que navegaba por el Mississippi. Yo había leído vagamente y como toda mi vida a las apuradas, con ansiedad, a Tom Sawyer ,y me sentía en una novela. El barco era de esos antiguos, con ruedas de paleta, humo saliendo por la chimenea, y una banda de jazz en el restorán. El río parecía inmenso, oscuro, y la ciudad quedaba atrás, como si flotáramos en un túnel del tiempo.
El jazz empezó a sonar despacio. Un contrabajo marcaba el pulso, la batería entraba suave, y de repente el saxofón empezó a hablar. Porque en ese momento entendí que los instrumentos hablan. Dicen cosas que uno no puede poner en palabras. Yo no sabía nada de música, pero sabía que eso que estaba escuchando era importante, agradable, me convocaba.
Al otro día salimos a caminar por la ciudad. Todavía me acuerdo del olor a comida callejera, a especias, a humedad. Caminábamos por el Barrio Francés, y los músicos seguían ahí, en las veredas, tocando como si no hubiera otra forma de vivir. Sonaban con una fuerza que te hacía frenar. Uno se sacaba el sombrero mientras tocaba y lo ponía en el piso para que le tiren unas monedas. Yo me acerqué, le dejé unos centavos y me sonrió con todos los dientes blancos y la piel brillante de transpiración.
En una de esas caminatas, un taxi se nos paró al lado y nos subimos para ir a un mall mientras mi papá estaba en el trabajo. Era un negro enorme, de unos sesenta años, con una risa contagiosa. Tenía un sorbete en la boca. Me llamó la atención. Le pregunté qué era eso, y sin dejar de reírse me contestó: "Tiene baja nicotina". El tipo hablaba con ritmo, con swing. Como si hasta contar una dirección tuviera melodía.
Esa ciudad me marcó. Ese viaje me marcó. El jazz me tocó por primera vez ahí, en ese barco, en esa calle, en ese taxi lleno de risas. Y desde entonces, cada vez que escucho una trompeta, vuelvo por un rato a esa noche tibia del Mississippi. A esa semana que me enseñó que la música, cuando es de verdad, no se olvida nunca.