Populismo o desarrollo
Una América Latina hambrienta de conducción

Periodista. Director de @diarioelgobierno
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Entre la fatiga populista y el resurgir liberal, América Latina busca liderazgos capaces de sostener su propio cambio.
América Latina está cambiando. Las democracias tardías comienzan —con matices— a consolidarse. El miedo a tropezar con experiencias dictatoriales como el chavismo y el castrismo ha sido un antídoto poderoso. Pero más aún lo ha sido el testimonio vivo de millones de venezolanos que, escapando del régimen socialista de Maduro, dejaron atrás todo en busca de valores democráticos. Su exilio, disperso por países de izquierda y de derecha, se convirtió en una lección colectiva: cuando se sacrifica en nombre del pueblo, lo que desaparece es el pueblo mismo.
Aunque el dato no mate el relato —como repiten las cuentas tecnocráticas y conservadoras—, los datos son evidentes. En apenas dos décadas, América Latina casi ha duplicado su riqueza, la pobreza se ha reducido a la mitad y la región comienza a recuperar relevancia geopolítica. Mientras Europa envejece, pierde capacidad productiva y enfrenta una crisis migratoria sin precedentes, nosotros conservamos algo que allá se agota: vitalidad y juventud. Dos condiciones esenciales cuando se piensa en desarrollo e inversión. La lógica es sencilla: las grandes empresas proyectan a largo plazo, y ningún inversor serio destina capital a sociedades que ya padecen un déficit vital —más muertes que nacimientos— o están al borde de enfrentarlo. Es así que América Latina sigue siendo una promesa demográfica, una reserva de vitalidad para Occidente.
Sin embargo, el potencial demográfico y económico de nuestra región, así como el fortalecimiento de los valores democráticos, convive aún con la tentación autoritaria. Las viejas brisas bolivarianas siguen soplando, aunque cada vez con menos fuerza. En Venezuela, Maduro sostiene una dictadura que sobrevive a punta de represión y hambre; en Colombia, Gustavo Petro logró convencer a buena parte del país de que un modelo que castiga la inversión, ataca el desarrollo y polariza a la sociedad es preferible al de la libertad económica. Ambos representan el anacrónico sueño disfuncional de construir una “Patria Grande” como la que alguna vez imaginaron Chávez, Evo, los Kirchner y hasta Lula.
Pero el viento empieza a soplar en otra dirección. Países como Argentina le dieron un golpe al populismo. Rompieron con la retórica de la igualdad que justificó la decadencia, el desgobierno y el estancamiento. La reemplazaron por una lógica de resultados: el voto premia o castiga hechos, no discursos. Y son las nuevas generaciones en las que más cala este cambio: que el progreso no se decreta, se construye.
Entre jóvenes profesionales y clases medias, se consolida la idea de que la estabilidad no es un lujo, sino una condición previa para cualquier proyecto colectivo. Y esa convicción puede ser la base de una nueva etapa política.
El gran desafío que viene con todo esto es sostener la dirección que empezamos a tomar en el tiempo. Perú ofrece un ejemplo parcial de esa madurez: ha sostenido una moneda estable durante más de tres décadas e implementado múltiples candados constitucionales a la amenaza bolivariana, evitando que la volatilidad cíclica de la política rompa con los avances alcanzados. El reto de esta nueva generación de líderes será construir consensos mínimos que trasciendan la inmediatez, y —sobre todo— que los trasciendan a ellos.
Las nuevas conducciones políticas están reordenando las prioridades e identificando lo que la ciudadanía realmente demanda: seguridad, estabilidad y libertad. Por eso, los liderazgos que asumen estos objetivos ganan cada vez más relevancia y son, también, cada vez más necesarios. Cada elección se ha convertido en un balotaje entre avanzar o retroceder. La responsabilidad de los políticos es conseguir el voto para sacar el país del estacionamiento y ponerlo en marcha; la otra opción solo garantiza retroceder y empotrarse contra el cemento.
América Latina tiene, quizá por primera vez en mucho tiempo, la oportunidad para dejar de ser espectador para convertirse en protagonista. Cada una de las próximas elecciones en la región tratan entre volver al pasado o consolidar el futuro. La historia reciente dejó suficientes advertencias: cada vez que la región confió en proyectos personalistas terminó empobrecida; cada vez que eligió orden y apertura, progresó.
O sostenemos el rumbo o nos traga el retroceso. En América Latina, nunca hubo punto medio.