Un testimonio que sigue conmoviendo
Fe, familia y trabajo: el legado ejemplar de Enrique Shaw

Periodista

A un paso de la beatificación, la vida del empresario argentino revive en la memoria entrañable de su nieta
No todos los días la Iglesia da un paso firme hacia la beatificación de un empresario. Pero Enrique Shaw, fundador de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) y figura central del empresariado argentino del siglo XX, no fue un empresario común. Fue un hombre cuya espiritualidad se filtraba en cada ámbito de su vida: en el trabajo, en su familia numerosa, en su trato con los más humildes y, sobre todo, en su manera de amar y hacer amar.
El 17 de junio pasado, la Comisión de Teólogos del Dicasterio para las Causas de los Santos del Vaticano aprobó unánimemente el milagro atribuido a su intercesión, luego de haber sido validado también por una comisión médica. Sólo falta la aprobación de cardenales y obispos, y la firma del Papa, para que este padre de familia, marino de formación y empresario comprometido con la doctrina social de la Iglesia, se convierta en beato.
“Es una bendición inmerecida”, dice su nieta Sarita Critto, con una mezcla de alegría y pudor. “Pedimos oraciones para que la última etapa del proceso también sea aprobada. Pero sobre todo, confiamos en que este camino pueda hacer mucho bien.”
Shaw murió joven, a los 41 años, en 1962. Dejó nueve hijos y una fábrica donde sus más de 3.000 trabajadores aún hoy lo recuerdan. No por sus discursos, sino por su sonrisa.
“Tu papá era un santo”, le dijeron más de una vez a la hija de Enrique. Ella, a su vez, le transmitió a Sarita la imagen de un hombre que encontraba belleza donde otros veían mediocridad: "Admirar para poder fecundar", repetía. Y así obraba: promovía a los que nadie veía, se inclinaba por los "no brillantes", les abría caminos. Como si su mirada tuviera una fuerza germinativa.
Una de las anécdotas más entrañables que recuerda su hija, Sara Shaw de Critto, tiene que ver con las "florcitas espirituales". Durante la Cuaresma, les pedía a sus hijos que hicieran pequeños sacrificios como regalo. Cada uno lo anotaba con un dibujo en una hoja, y luego se lo mostraban a su padre como un ramo ofrecido con alegría. “Lo hacíamos felices”, recuerda. “Nos encantaba correr a mostrárselas apenas llegaba del trabajo”.
La alegría era, de hecho, un rasgo distintivo. Enrique Shaw no se permitía la queja, ni siquiera al volver exhausto del trabajo. Silbaba desde la puerta, y sus hijos corrían a recibirlo. Jugaba con ellos, organizaba guerras de almohadones, los hacía cantar en el auto. Pero también les enseñaba a rezar. “Juntaba nuestras cabecitas y decía el 'Miradme, oh mi amado y buen Jesús'”, rememora su hija. “Eran momentos breves, pero místicos. Yo pensaba que eran normales, pero con los años muchos testigos lo destacaron como algo especial”.
También en su trato con los demás se reflejaba esa combinación rara de respeto y alegría. No cargaba a nadie, no ridiculizaba, no hacía chistes ofensivos. No era ingenuo: sabía quiénes se le oponían, pero su respuesta era la oración. “Recen para que se conviertan”, repetía a sus hijos cuando escuchaban burlas religiosas en la familia. “Nos enseñaba a tener lástima en vez de rabia por los que pensaban distinto”.

Como empresario, dejó un legado poco frecuente. Su concepción del trabajo iba mucho más allá del rendimiento. “La productividad es un medio para desarrollar la personalidad humana”, escribió. Para él, liderar una empresa implicaba multiplicar talentos ajenos, facilitar la santidad del prójimo. Consideraba que los empresarios tenían un lugar neurálgico en la historia y una misión trascendente: ayudar a configurar el mundo según la imagen del cielo.
Sara lo explica así: “Se proponía favorecer la unidad, ser artesano de paz. Valoraba a cada persona que trabajaba con él como alguien que nos presta sus talentos y, por lo tanto, hay que ayudarlo a hacerlos fructificar”.

Su pensamiento inspira hoy a nuevos líderes. “Hace poco un joven emprendedor me dijo que quería que su lugar de trabajo fuera una comunidad humana, como decía mi abuelo”, cuenta la nieta. “Ese ideal lo movilizaba: no basta con no hacer el mal, hay que hacer todo el bien que se pueda, con los talentos que se tienen”.
Enrique Shaw no protagonizó milagros cinematográficos ni gestas épicas. Lo suyo fue otra cosa: una vida intensa, luminosa, entregada. “Su cara tenía un resplandor”, recuerda su hija. “Sus ojos siempre brillaban con cariño”.
Ante la pregunta de si reza a su abuelo, Sara contesta con una sonrisa: “Cuando escucho que otros le piden gracias, me interpela. Me doy cuenta de que yo también puedo pedirle, y agradecer su intercesión. Él decía que el cielo no es un lugar de reposo, sino de plenitud y de amor. Y creo que desde ahí, sigue haciendo florecer a los demás.”
Su posible beatificación no sería un homenaje póstumo, sino una forma de hacer visible lo que ya muchos perciben en silencio: que el bien, cuando es auténtico, deja huella.
Enrique Shaw no buscó brillar, pero irradiaba mucha luz. Su fuerza estaba en los gestos pequeños, constantes, generosos. En su forma de escuchar, de celebrar lo simple, de abrir caminos sin necesidad de imponerse. Y esa luz —la de una vida entera vivida con coherencia— sigue encendida.
Quizás por eso hoy, más de seis décadas después, su testimonio conmueve. Porque recuerda que se puede vivir con alegría profunda en medio del deber diario, que se puede hacer empresa con justicia y ternura, que se puede dejar una marca luminosa sin estridencias, desde lo cotidiano.
Y en eso, Enrique Shaw sigue inspirando.