Una mirada jurídica crítica sobre la ESI
¿Qué enseñamos cuando hablamos de derechos?

Abogada en Derecho de Familia y Salud. Diplomada en Mediación

Educar en derechos no puede usarse como excusa para imponer discursos sin base legal ni científica.
¿Educar en derechos o adoctrinar en ideología? ¿Formar ciudadanos o moldear subjetividades sin fundamentos? Estas no son preguntas abstractas. Son inquietudes urgentes que atraviesan hoy el sistema educativo, y que exigen una mirada jurídica responsable, especialmente en el marco de la Educación Sexual Integral (ESI).
La Ley 26.150, sancionada en 2006, fue concebida con fines legítimos: prevenir abusos, promover la igualdad y cuidar la salud física y emocional de niños, niñas y adolescentes. Desde el Derecho, el Estado tiene la obligación de garantizar estos contenidos. Pero también debe actuar con prudencia, sin atropellar derechos fundamentales ni imponer una única visión del mundo.
Hoy, lo que vemos en muchas escuelas dista del espíritu original de la ley. Se ha naturalizado la incorporación de materiales y actividades que exceden el ámbito científico y pedagógico. Se han instalado prácticas que, bajo el paraguas de los "derechos", exponen a los menores a discursos cerrados, ajenos a su etapa madurativa y desconectados de la realidad emocional, psicológica y familiar de cada alumno.
La ley establece lineamientos, pero deja a cada institución la facultad de adecuar los contenidos a su proyecto educativo. Entonces, ¿por qué muchas escuelas no lo hacen? ¿Por qué repiten materiales sin analizarlos desde el Derecho, la psicología evolutiva o la responsabilidad institucional? Las respuestas incluyen desde la presión estatal y el desconocimiento legal, hasta el temor a ser estigmatizadas por plantear una mirada diferente.
¿Cambiar el nombre como un juego? El riesgo de banalizar actos jurídicos
Uno de los ejemplos más alarmantes es la promoción del cambio de nombre por “autopercibirse” con otro género, sin diagnóstico profesional, sin acompañamiento familiar ni contención psicológica. Presentar esta decisión como un mero “acto de libertad” es minimizar su impacto jurídico, emocional y social. Cambiar el nombre no es un trámite simbólico: es una modificación legal que puede ser la antesala de intervenciones médicas o procesos de transición con consecuencias irreversibles.
¿Nos preguntamos qué hay detrás de ese deseo? Podría haber:
- Confusión identitaria, baja autoestima o falta de contención.
- Influencia del entorno, redes sociales o imitación de pares.
- Condiciones clínicas no diagnosticadas como depresión, autismo o trastornos de ansiedad.
Desde el Derecho, la psicología y la ética, se impone un principio rector: prudencia. Y la primera protección debe estar dirigida a los más vulnerables. Nadie debería tomar decisiones que alteren su identidad jurídica sin una evaluación seria, ni ser inducido por el entusiasmo ideológico o la falta de límites institucionales. Ningún niño debe ser impulsado a decisiones que alteren su identidad jurídica sin un proceso serio, riguroso y profesional. Cambiar el nombre no crea identidad: puede, en cambio, enmascarar conflictos más profundos que necesitan otro tipo de respuestas.
El rol del Estado: garante de derechos, no agente de imposición
El marco jurídico es claro. El Estado debe garantizar el acceso a contenidos educativos, pero dentro del respeto a la pluralidad, la libertad de conciencia y el principio de neutralidad ideológica. No tiene derecho a imponer una sola cosmovisión, ni a desplazar a la familia como agente educativo primario (art. 19 de la Constitución Nacional y art. 5 de la Convención sobre los Derechos del Niño).
Educar en derechos no es instalar relatos únicos ni formular “verdades absolutas”. Es ofrecer herramientas para pensar críticamente, reconocer los propios límites y entender que los derechos siempre existen en relación con los deberes y con los demás.
¿Respetar la diversidad o imponerla como dogma?
Desde el Derecho, la diversidad se respeta; no se impone. Reconocer las diferencias no significa convertirlas en norma. Una cosa es promover la inclusión, otra muy distinta es convertir determinados contenidos en obligatorios sin considerar su adecuación a la edad, su base científica o el marco jurídico vigente.
La escuela no puede ser un espacio de experimentación ideológica. Su función es formar ciudadanos informados, responsables y conscientes de sus derechos, pero también de sus deberes, de los límites de la ley y de la importancia de la convivencia democrática.
La responsabilidad docente: enseñar con criterio jurídico y ético
Los docentes cumplen un rol esencial. Son quienes traducen en el aula lo que el derecho establece en abstracto. Pero para cumplir ese rol, necesitan contar con formación jurídica mínima, asesoramiento profesional y respaldo institucional. No se puede exigir a un docente que actúe como terapeuta, como juez o como militante. Se le debe exigir que eduque, con criterio pedagógico, respeto a la ley y sentido común.
¿Qué podrían hacer las escuelas?
- Realizar una revisión jurídica de su proyecto institucional y dejar asentados sus principios pedagógicos.
- Aplicar la ESI desde una perspectiva científica, gradual, respetuosa y no ideologizada, como indica la ley.
- Involucrar a los padres en las decisiones sobre contenidos y metodologías.
- Sumar asesoramiento legal para resguardar su autonomía sin caer en incumplimiento.
El Derecho: brújula para una convivencia real
Hablar de derechos no puede limitarse a proclamas vacías ni a slogans emocionales. Implica también hablar de límites, de jerarquías normativas y de los tiempos del desarrollo humano. No todo lo que se enuncia como “derecho” tiene sustento jurídico real, y no toda acción en nombre de la inclusión garantiza un verdadero respeto a la diversidad.
Educar en derechos exige rigor, responsabilidad y coherencia legal. Porque hablar de derechos sin hablar de deberes, sin respetar el marco normativo vigente o sin considerar la madurez psíquica y emocional de los niños, es vaciar al Derecho de su sentido más profundo: ser el pilar de una convivencia justa, ordenada y protectora de los más vulnerables.
Una educación que pretenda formar ciudadanos libres y responsables no puede desvincularse de la ley, de la familia, ni del acompañamiento emocional que cada etapa infantil necesita. La inclusión no se impone como un acto unilateral. La diversidad no se construye con discursos únicos. Y el respeto no nace de la imposición ideológica, sino del diálogo, la escucha y la verdad.
Como abogada y como madre, sostengo que educar en derechos es un acto de enorme responsabilidad social y jurídica. Y que, si no recuperamos al Derecho como brújula ética y pedagógica, corremos el riesgo de desorientar —en nombre de la libertad— a quienes más deberíamos proteger: nuestros hijos y nuestros alumnos.