Sangre afro en los campos de batalla
¿Por qué no hay negros en Argentina? El costo oculto de la libertad

Historiadora y Periodista

A cambio de la libertad, los esclavos fueron enviados como carne de cañón. Su destino fue el silencio.
Una pregunta recurrente entre ciertos sectores del bolu-progresismo internacional que opinan desde la comodidad de la ignorancia es por qué “no hay negros en Argentina”. La pregunta, que suena como crítica reveladora, en realidad oculta una profunda falta de conocimiento sobre la historia nacional y termina repitiendo, sin quererlo, la lógica del borramiento que esa misma historia ejerció sobre los afrodescendientes. Porque sí hubo negros: combatieron, trabajaron, fueron esclavizados y muchos murieron en las guerras de Independencia.
Aunque en los relatos escolares se afirma que la esclavitud en Argentina fue abolida con la Asamblea del Año XIII, un análisis atento de los documentos históricos, la prensa y las memorias de la época demuestra que la realidad fue muy distinta. Lejos de constituir una ruptura radical con el régimen esclavista, la medida tomada en 1813 fue un paso tibio, condicionado por intereses políticos y económicos, y que solo pospuso durante décadas una solución definitiva al problema.
La población afrodescendiente en el actual territorio argentino fue, desde el comienzo, numéricamente inferior a la de otras regiones de América, pero no por ello irrelevante. Una parte importante de esos esclavos terminó integrándose a la sociedad a través del mestizaje, pero otro porcentaje significativo fue sacrificado en las guerras de la independencia, donde los afroargentinos fueron utilizados como fuerza de choque en los frentes más peligrosos. Muchos de ellos no sobrevivieron para ver el país libre por el que combatieron.
En lo que respecta al plano jurídico, la famosa “libertad de vientres” establecida por la Asamblea del Año XIII consistía en declarar libres a los hijos de mujeres esclavas nacidos en suelo argentino. Aunque suene progresista, en los hechos fue apenas una estrategia para “extinguir sucesivamente la esclavitud sin ofender el derecho de propiedad”, como se expresó en aquel momento. Así lo recuerda el historiador Justo Sierra, quien señala con claridad que la Asamblea no hizo más que ratificar una disposición que ya había sido decretada por España años antes y que incluso el Primer Triunvirato había acatado en mayo de 1812, al prohibir la introducción de esclavos.
La medida de la Asamblea tampoco se sostuvo demasiado tiempo. Como la nueva ley establecía que todo esclavo que pisara el territorio rioplatense quedaría libre, comenzó una huida considerable de esclavos brasileños hacia estas tierras. Brasil, cuya economía se sostenía en gran parte sobre el trabajo esclavo, protestó enérgicamente a través del diplomático Lord Strangford. El gobierno argentino, lejos de defender la libertad, accedió al reclamo: el 21 de enero de 1814 la Asamblea derogó la norma. Una decisión que revela cuán condicionada estuvo la voluntad abolicionista por la presión diplomática y el temor a conflictos mayores.
La esclavitud, por tanto, continuó legal y socialmente vigente durante décadas. No fue hasta la sanción de la Constitución de 1853 que se estableció su abolición definitiva. Hasta entonces, la compraventa de personas se realizaba a la luz del día, como lo prueba la prensa de la época con avisos ofreciendo recompensas por esclavos prófugos. Los testamentos y documentos notariales también dan cuenta de la vigencia del sistema: incluso figuras destacadas como el caudillo Felipe Ibarra seguían declarando esclavos entre sus bienes al momento de morir, en 1851.
Sobre la vida de los esclavos en el territorio argentino hay numerosos testimonios, y algunos estremecen por su crudeza. Mariquita Sánchez, figura relevante de la elite porteña, relató un hecho que retrata la violencia a la que eran sometidos: “(…) hubo la más divina ocurrencia en una casa donde murieron un niño y un negrito. Vistieron al niño de San Miguel y al negrito como el diablo. La madre lloró, suplicó, pero como era esclava tuvo que callar.” Solo la intervención de una “buena alma” permitió que el niño esclavo tuviera un entierro cristiano. El episodio no solo revela la cosificación de los cuerpos negros, sino también el miedo de las madres esclavas a protestar, el silenciamiento, la impotencia.
No obstante, en contraste con ese horror, existen también testimonios que muestran otra cara de la realidad, como el del viajero inglés George Love, quien en 1822 retrató una situación que, en su visión, difería notablemente del trato que los esclavos recibían en otras partes del mundo. “En Buenos Ayres se les trata con gran bondad (…) Las esclavas a menudo se colocan más en la posición de amigas que de esclavas (…) Los he visto bailar el minué y la contradanza española, con gran elegancia.” Love reconoce que existían castigos y limitaciones, pero subraya un trato “más humano” que el que había presenciado entre sus propios compatriotas. Incluso afirma que los esclavos podían pedir su “papel” —el título que los vinculaba con un amo— para buscar otro patrón, y que, en caso de malos tratos, podían hacer una denuncia ante las autoridades. El testimonio, sin embargo, parece estar atravesado por una mirada romántica y ajena, que difícilmente refleje la profundidad del sufrimiento cotidiano de quienes nacieron privados de libertad.
Y si hoy hay pocos negros en Argentina no es porque “no vinieron”, como suelen repetir los opinadores superficiales, sino porque muchos murieron peleando por la independencia. El Estado, necesitado de soldados, ofrecía libertad a cambio de enrolamiento, y miles de esclavos aceptaron luchar por una patria que, al final, ni los reconocería ni los recordaría. La sangre afrodescendiente fue una de las que más se derramó en las guerras de emancipación. Por eso, cuando alguien pregunta por qué no hay negros en Argentina, la respuesta no es un misterio sociológico: hay que mirar los campos de batalla y los cementerios sin nombre. Allí quedaron.