Lo que dejan los cambios de casa
Pequeño apunte sobre las mudanzas

Periodista. Publicista.

Cambiar de barrio no es solo una cuestión logística: es también un duelo íntimo, una despedida del que fuimos.
Villa Luro es el barrio de los poetas. Refugiado en la zona oeste de la ciudad de Buenos Aires, siempre a la sombra de Liniers y con ganas de ser más Devoto o Versalles que Villa Real o Monte Castro, sus calles fueron bautizadas con nombres como Moliere, Virgilio, Lope de Vega, Calderón de la Barca o Víctor Hugo. Pero el barrio es mucho más que ese conjunto de calles y caras conocidas; es el primer mapa de nuestro mundo, el escenario donde se tejen los hilos de nuestra identidad. Nacer y crecer en un barrio es presenciar su metamorfosis, y con ella, la propia.
Cuando salimos por sus calles para dejar atrás la infancia, el barrio se transforma en un universo en miniatura. Cada esquina es una aventura y cada vecino, un personaje. Las plazas se convierten en estadios mundialistas, los árboles en gigantes protectores y las veredas, en pistas de carreras para bicicletas o triciclos. Si eras buen observador, algunas cosas se aprendían por costumbre: el horario de la siesta, el momento en que salen los amigos a jugar, la persiana del carnicero o la librería de Lucente. El murmullo de las conversaciones en el kiosco de La Pocha, el ladrido familiar de los perros y el 162 que pasaba por Camarones cada tanto, completan una sinfonía que se graba indeleble en la memoria.
Cuando sos chico, casi sin que te des cuenta, el barrio es sinónimo de seguridad y pertenencia. Conocés a todos, y todos te conocen. El del almacén lo anota para tu mamá, el verdulero te saluda por tu nombre, el farmacéutico de la esquina sabe de tu miedo a las inyecciones y el panadero siempre deja que caigan unos miñoncitos más en la balanza. Las puertas de calle suelen estar abiertas, las fiestas de cumpleaños se celebran en los patios y los carnavales traen a todos a la vereda, más allá de la amenaza de los baldes.
El barrio te lleva a vivir en la inocencia de creer que ese pequeño mundo es el único que existe. Pero pasa el tiempo, vas creciendo y llegan las mudanzas. Y lo que en principio es una idea que supone desarrollo, crecimiento familiar y hasta un mejor pasar, no es otra cosa que un túnel directo hacia la incertidumbre.
Una mudanza implica mucho más que crecimiento. En principio, la melancolía de una mudanza empieza mucho antes de que llegue el camión. Se incuba en el adiós silencioso de las paredes que nos vieron crecer. Cada marca, cada silueta de un mueble ahora invisible, cada marco dibujado en el pared, son cicatrices de la vida que se vivió allí. El olor de la casa se vuelve más denso, casi tangible, en los días previos a la partida. Pero los mayores insisten que es para mejor. Y vos te vas con la incertidumbre que supone vivir en un lugar sin historia. En un lugar donde todo es futuro y nada es pasado.
Cuando termina la mudanza, inicia la caótica coreografía de cajas de cartón y muebles ubicados con torpeza. Es ahí cuando llega el momento de llenar con recuerdos al nuevo nido. Hacés el esfuerzo y empezás a creer que el tiempo puede curarlo todo. Pero no te confundas. No es eso, sino que en realidad sos vos que estás creciendo y te dejás llevar por las luces de un barrio que más lindo, más acomodado y más amigable. Aunque esté virgen de recuerdos y cueste crear experiencias dignas.
Pasan los años y las mudanzas quedan perdidas en la nebulosa de la memoria. Quedan guardadas como un detalle chiquito de nuestra existencia. Te enamorás, te abandonan, llegás a la calma del amor seguro y te casás. Porque el amor te lleva por diversas calles. Algunas oscuras, otras inseguras. Hasta que un día, sin el recuerdo ni el aroma a Villa Luro, despertás en Belgrano o Recoleta. Te recibe hostil, pero te acostumbrás. Estás listo para salir a ganar en un lugar que no es el tuyo y que es imprescindible conquistar. Es ahí cuando las décadas le dan lugar a los balances y, si tenés suerte o si el viejo barrio te marcó de verdad, descubrís que cambiar de casa es como una analogía del crecimiento imperceptible.
Lo que nunca reconociste es que, a medida que te mudás, a medida que cambiás de barrio, vas dejando retazos de quien fuiste para transformarte en esto que sos. Y, en una de ésas, descubrís también que te traicionaste. Si sentís eso, te propongo una cosa: volvé al barrio. Un rato, al menos. Volvé a esa casa en la que creciste y buscate en el húmedo vacío de su umbral. Reencontrate en esa esquina donde besaste con el deseo de que sea para siempre. Buscá en las baldosas flojas de tu corazón.
Y cuando hayas respirado un poco de aquél pasado de adoquín, cuando tengas a Villa Luro (o como se llame el barrio de tu infancia), bien adentro de tu corazón, volvé a tu barrio de hoy. Te aseguro que nada va a cambiar. Que todo será igual. Pero vos, simulando ser un hombre mayor, con saco azul y camisa celeste, en tu mente vas a jugar a la bolita mientras tus pares te ven exitoso y responsable. Una mudanza es un recordatorio de que las cosas son fugaces. Y de cómo los sitios pueden marcarnos tanto como algunas personas.
Después de todo, quien diga que no hay arraigo, que lo charle con la distancia.