Cuando el poder enfrenta a la justicia
No es solo Cristina: el mundo también juzga a sus líderes

Periodista

De Perú a Francia, de Lula a Le Pen: cómo responden las democracias cuando sus líderes son juzgados por corrupción.
El martes 10 de junio, la Corte Suprema confirmó la condena por corrupción contra Cristina Fernández de Kirchner. No fue una sorpresa, pero sí un punto de no retorno: seis años de prisión y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Una ex presidenta juzgada, sentenciada y técnicamente fuera del juego político. En Argentina, eso suena a terremoto. Pero en el mundo, ya es parte de una tendencia que crece: la justicia alcanzando a quienes parecían inalcanzables. No todos terminan presos, no todos pagan el precio completo, pero la figura del “líder impune” empieza a mostrar grietas. Lo que hace una década parecía imposible –que el poder responda ante la ley– ahora se discute, se normaliza, incluso se institucionaliza. Aunque nunca sin ruido.
En Perú, Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de prisión por corrupción y violaciones a los derechos humanos. Fue un caso ejemplar para muchos juristas: procesado en su propio país, bajo garantías del debido proceso y con observadores internacionales. Pero esa épica democrática se diluyó cuando fue indultado por razones humanitarias, en una jugada política que expuso el límite: el castigo que parecía firme se transformó en una pieza negociable dentro del tablero político.
En Francia, Marine Le Pen fue condenada hace apenas unos meses por malversación de fondos europeos. No irá a la cárcel, pero la inhabilitación complica sus planes presidenciales. ¿Fue una jugada política? ¿Una persecución? Ella dice que sí. El sistema judicial francés dice que no. Y el punto es justamente ese: hoy, toda condena a un líder viene envuelta en un doble relato. Uno jurídico y otro político. Uno que habla de pruebas, pericias y tribunales, y otro que grita lawfare, persecución, complot.
Italia vivió su propia saga con Silvio Berlusconi, condenado por fraude fiscal en 2013. La sentencia fue real, pero la pena se diluyó entre prisión domiciliaria y servicio comunitario. Aun así, Berlusconi volvió al ruedo político con el aplomo de quien nunca se fue. Su caso es un recordatorio incómodo: una condena no siempre significa una retirada. A veces el castigo es simbólico. Y otras veces, es simplemente parte del espectáculo.
En Malasia, el caso fue más rotundo: Najib Razak, primer ministro hasta 2018, fue condenado a doce años de prisión por el escándalo de corrupción conocido como 1MDB. El dinero desapareció, las cuentas aparecieron en Suiza, Singapur, Estados Unidos. Fue un golpe brutal al prestigio de una élite política enquistada. Y sin embargo, aún hoy, hay sectores que piden su liberación. Porque el poder no se disuelve con una sentencia: muta, se victimiza, reaparece.
Incluso en democracias más consolidadas, los juicios a líderes por corrupción no son inmunes a la sospecha. En Brasil, la condena a Lula da Silva en el marco del Lava Jato lo sacó de la carrera presidencial y lo llevó a prisión. Luego, la Corte Suprema anuló esa sentencia, no por falta de pruebas sino por irregularidades procesales y parcialidad del juez. Lula volvió a ser candidato. Volvió a ser presidente. La justicia perdió el round, pero ganó la narrativa de persecución. En Francia, Nicolas Sarkozy fue condenado por financiamiento ilegal de campaña. Cumplió su pena en arresto domiciliario. Su figura política se debilitó, pero nunca fue demonizado por el sistema judicial, ni perseguido por la opinión pública. Como si la condena pudiera coexistir con cierta normalidad institucional.
¿Qué tienen en común todos estos casos? Que cada uno, a su modo, demuestra que la corrupción ya no garantiza impunidad automática. Pero también, que la justicia nunca actúa en el vacío. Siempre hay ruido, contexto, tensiones cruzadas. Siempre hay quien aplaude y quien sospecha. Porque cuando se condena a un líder, lo que está en juego no es solo su libertad personal, sino la legitimidad del sistema entero. ¿Quién acusa? ¿Con qué pruebas? ¿Con qué garantías? ¿Y con qué fines?
Argentina se suma ahora a esa conversación global con su propio fallo histórico. Con una Corte que, pese a su desgaste, ratifica una condena largamente esperada. Con una vicepresidenta que desde el primer día denunció una persecución y que probablemente buscará redibujar su lugar en la historia. Con una ciudadanía que se divide entre los que todavía creen en la justicia como principio y los que la ven como parte del juego. No es un detalle: cuando un país comienza a desconfiar estructuralmente del poder judicial, la democracia entra en zona de riesgo. Pero cuando los líderes dejan de ser intocables, algo –aunque sea mínimo– se ordena.
La condena a Cristina Kirchner puede ser muchas cosas: un hito institucional, un acto de justicia tardía, una jugada en medio del tablero electoral, una herida más en la grieta argentina. Pero sobre todo, es una oportunidad. Para no seguir discutiendo eternamente si es culpable o inocente, sino si el país puede vivir con reglas. Para dejar de preguntarnos si esto es lawfare o justicia, y empezar a preguntarnos por qué nos cuesta tanto aceptar que el poder, alguna vez, rinda cuentas.
El mundo ya empezó a escribir esa página. Argentina, por una vez, no llega tarde. Solo queda ver qué hacemos con esta línea en el expediente. Si la convertimos en una señal de madurez o en otro capítulo de revancha.