Celebrar o resistir
¿Navidad? No, gracias

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Una crítica sin concesiones a la lógica del festejo obligatorio y a la mercantilización de los afectos.
No es fácil encarar un texto en el que de antemano presumís que el mundo entero estará en desacuerdo. No es fácil estar solo. Como tampoco es sencillo saber que van a refutar tu opinión, algunos con razón y otros con desprecio, y que al final del día vas a quedar herido. Sin embargo, si quiero ser honesto con lo que escribo, debo decir que no hay momento del año que me desagrade más que la Navidad tal como la vivimos hoy. No es por un tema religioso. Creo firmemente en Dios, aunque debo decir que su nacimiento es para mí un acontecimiento bastante menor si lo comparamos con su obra, su muerte y su resurrección. Sin embargo, para quienes creemos en Dios, o al menos para mí, el 25 de diciembre debería ser un poco más espiritual y menos comercial. La Navidad ha transitado, con el paso de las décadas, de ser un rito de recogimiento y esperanza a convertirse en una maquinaria de consumo que parece medir el afecto según el recibo de compra.
No hay ni la mínima posibilidad de recuperar el sentido espiritual de la fecha. Y no estoy hablando de una Navidad menos comercial como un ataque a la alegría de regalar, sino como una invitación a descolonizar nuestro tiempo y nuestras prioridades. La espiritualidad, independientemente de nuestra creencia religiosa, se basa en la conexión. Mientras que el comercio y las corridas nos empujan hacia el exterior, hacia lo que falta, lo que hay que comprar, lo que hay que exhibir o lo que hay que tener. La verdadera Navidad nos debería invitar hacia el interior y hacia la mirada del otro. Una verdadera quimera compleja de revertir, sobre todo cuando la narrativa comercial nos dice que para ser felices debemos acumular.
Estoy definitivamente en contra de la Navidad en la que nos alegra más abrir regalos que corazones. Defender el nacimiento más espiritual de la historia de la humanidad es entender que lo que celebramos no es el éxito económico, sino la esperanza. Es la apuesta por la idea de que la luz puede nacer en el lugar más humilde y que lo más valioso de nuestras vidas no tiene código de barras. Al apagar las luces de las vidrieras y encender la calidez de nuestros hogares, deberíamos ser capaces de descubrir que la Navidad no se compra, se habita. Es paradójico ver que, mientras Dios no eligió un palacio de lujo, sino un establo, nosotros llenamos la Navidad de consumismo desenfrenado y lo recibimos en la lujosa posada que él mismo rechazó. Mientras nuestra fe nos invita a vivir las semanas previas en medio de la reflexión, el silencio y la esperanza, nosotros estamos en medio de una carrera para llenar la alacena de turrones. Así somos.
Con los cumpleaños me ocurre algo similar. Soy de los que piensan que nacer no debería ser motivo de festejo. Ni siquiera mi cumpleaños me gusta. Uno podría olvidarse de los ideales por 24 horas, sentir la amabilidad de aquellos que nos quieren y ser protagonista, al menos durante lo que duren encendidas las velitas. Pero no. Mi cumpleaños tampoco es motivo de festejo. Lo siento como algo que tiene que ver más con mis padres que conmigo. Algo más fortuito que digno de un festejo.
El día de tu cumpleaños te fuerzan a soplar una vela mientras cantan una canción que a nadie le gusta y vos tenés que poner cara de alegría delante de la torta y de sorpresa frente a un par de medias. Además, siempre me pareció que cumplir años es la confirmación de que el tiempo se acaba y de que estás un año más cerca de la muerte. Reivindico el derecho a cumplir años en silencio, sin que el teléfono estalle de mensajes por compromiso y con la vida discurriendo a elección del consumidor.
Mirá, no me leas con esa cara de "¿qué le pasa a este tipo? Ya sé que todo esto es políticamente incorrecto. Y que en un mundo donde tenés que andar con la sonrisa de plástico colgando de la cara desde que empieza diciembre, decir que las fiestas son un suplicio suena a sacrilegio. Lo sé. Pero sentémonos un minuto, saquemos el mantel de hule y hablemos en serio, como cuando nos quedamos solos después de un asado.
Soy de los que piensan que el festejo por obligación es la muerte del sentimiento. Y de los que preguntan en qué momento permitimos que un círculo rojo en el almanaque nos dicte cuándo tenemos que ser felices. No hay dudas: la Navidad se transformó en una maratón de hipocresía con olor a encierro. El 24 de diciembre pasó de ser un encuentro de gente que se quiere a una competencia de consumo en la que corrés por un regalo que el otro no necesita, gastás lo que no tenés y terminás comiendo lechón frío con 40 grados de térmica y con miedo a que se corte la luz. Es un verdadero simulacro de alegría donde todos miramos el reloj esperando que lleguen las dos de la mañana para salir corriendo a nuestra propia cama.
Estas líneas son, tal vez, el resultado de que era demasiado chico cuando mi familia festejaba con quienes hoy están ausentes. Evidentemente, no tener aquellas presencias míticas alrededor de la mesa, como el tío Juan y la tía Elvira, mi abuelo, papá, mamá y tantos otros a quienes recuerdo y no consigo remplazar, destiñe cualquier fiesta. Claramente, hay ausencias que nos marcan para siempre. Sin embargo, la Navidad me genera algo más profundo. No se trata solo de la tristeza de una mesa que, por las ausencias, se hace cada vez más chica. No se trata de extrañar las fotos en blanco y negro. No. Es algo más. Algo que nunca supe descifrar, pero que debe tener que ver con ese pasado que siempre vuelve distinto.
La última Navidad que recuerdo de Villa Luro es una imagen desteñida en la que sobresale la figura de mi padrino disfrazado de Papá Noel, bajando desde la terraza. Hoy descubro, cuando vuelvo a ese recuerdo, la inocencia ensayada de mi prima más grande y la soberbia de los mayores que sabían del disfraz y se sentían como si supieran los secretos del Universo.
Recuerdo también un patio colmado de familia, alguna grieta sobre la que discutían después de algunos vinos y una mesa en la que no faltaba nada porque la clase media lo tenía todo.
La Navidad en la infancia es un instante en el que todo reluce. Es la esperanza que te da la inocencia y también la certeza de que nadie va a morir. Cuando somos chicos, la eternidad es tan palpable como ese pan dulce que en pocos días vas a disfrutar en tu mesa. Aunque su sabor sea otro.
La Navidad no era un evento de shopping ni un posteo de Instagram. Era un ritual de familia grande donde el verdadero escenario eran los patios. Sacábamos las mesas al Sol, los tablones descansaban sobre caballetes, y se armaba una suerte de banquete familiar que nada tiene que ver con los festejos indoor de hoy. Nos encerramos con el aire acondicionado a 24 grados, mirando el celular para ver qué cenó el pariente que vive a diez cuadras. Cambiamos el pinito de plástico con guirnaldas de colores por uno minimalista de diseño nórdico. Pero el sentimiento de querer estar con los que uno quiere, no cambió. Aunque la Navidad sea ese refugio donde intentamos, por una noche, que el mundo sea un lugar un poco más amable. Y fracasamos.
Ahora descubro que lo que nos duele de estos festejos es el vacío. Antes, si nos juntábamos, era justamente porque nadie nos llamaba. Hoy es todo una puesta en escena para el teléfono. Sacamos la foto del brindis, la subimos a las redes para que vean qué bien la pasamos, y automáticamente volvemos a hundir la nariz en la pantalla. Estamos más solos que nunca, pero rodeados de guirnaldas chinas.
Señoras, señores, reivindico a rajatabla el derecho a pasar el 24 de diciembre mirando una película vieja con un pebete de jamón y queso y una coca fría. Sin el peso de la Nochebuena sobre los hombros, pero con la certeza de Dios renaciendo en nuestro corazón. Reivindico, y en esto soy irreductible, la nostalgia eterna por aquellos que festejaron la Navidad con nosotros y hoy nos miran desde el cielo.
Postulo que el 24 de diciembre sea optativo. No para ir a trabajar según la patronal. Que sea optativo de alegría. Optativo para elegir el silencio. Optativo para despreciar a los mercaderes de ocasión. Al final de cuentas, vos y yo sabemos muy bien que los mejores momentos de la vida no tienen una fecha fija. No necesitan que rindan cuentas a la tradición. El verdadero festejo es el que te sorprende un martes cualquiera, al lado de un buen amigo, con un café de por medio y sin celulares que filmen para la posteridad.
Brindo por eso.
