Show presidencial
Milei y el espejo de su propio público: el riesgo de hablarle solo a los convencidos

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El Presidente llenó el Movistar Arena con un show musical y político donde reafirmó su liderazgo ante los fieles.
El show comenzó puntual, con luces estroboscópicas, pantallas gigantes y el eco de miles de gargantas que coreaban su nombre. Durante más de una hora, el Presidente mezcló política y espectáculo, presentando su nuevo libro La construcción del milagro y cantando seis canciones junto a su banda.
El repertorio fue una mezcla de clásicos del rock nacional —Demoliendo Hoteles de Charly García, El rock del gato de Los Ratones Paranoicos, Blues del equipaje de La Mississippi— y gestos provocadores: Dame fuego de Sandro en versión punk, con letras adaptadas para burlarse de la oposición. En el cierre, interpretó su tema propio, Yo soy un liberal, mientras el estadio entero agitaba banderas violetas con la inscripción “Las Fuerzas del Cielo”.
A su alrededor, todo estaba cuidadosamente armado para reforzar el mito libertario: los ministros, diputados y asesores más cercanos; la presencia de Santiago Caputo y su grupo militante; los cánticos contra la “casta” y un video hecho con inteligencia artificial donde el Presidente aparecía como un héroe de Star Wars enfrentando a Cristina Kirchner y Axel Kicillof como villanos.
El mensaje era claro: Milei no sólo gobierna, también encarna una causa.
Una liturgia para los fieles
Sin embargo, más allá del despliegue visual y de la energía del público, el evento tuvo el tono de una misa política cerrada, dirigida a los fieles que ya creen en él. Cada gesto, cada consigna y cada palabra reforzaba la identidad libertaria, pero no tendía puentes hacia afuera.
El público estaba compuesto, en su mayoría, por militantes que siguen al Presidente desde sus tiempos de panelista televisivo, jóvenes movilizados por el ideario antiestatista y fanáticos que sienten que Milei los representa contra un sistema que privilegia a las castas.
La puesta fue tan homogénea que resultó difícil imaginar a un votante independiente, o incluso moderadamente afín, sintiéndose convocado por ese ritual. No hubo referencias al ciudadano común, a las preocupaciones cotidianas o a la situación económica del país. Todo se centró en el universo simbólico del mileísmo y a la convicción de estar librando una cruzada cultural.
Un discurso que no traduce
Ahí radica uno de los dilemas más profundos del Presidente: su lenguaje político, eficaz para consolidar identidad, es ineficiente para ampliar su base electoral, en un momento donde sumar es clave.
Milei habla desde y para su tribu. Utiliza términos, referencias y guiños que sólo comprenden quienes habitan su mismo ecosistema digital: sus seguidores de Twitter, los militantes libertarios, los jóvenes que miran a influencers como Agustín Laje o Charlie Kirk, los internautas familiarizados con la cultura “anti woke”.
Pero fuera de ese microcosmos, muchas de sus alusiones resultan crípticas o directamente incomprensibles. El votante promedio, que no pasa su día en X ni en foros ideológicos, no entiende del todo a qué se refiere cuando lanza nombres, conceptos o ironías propias del debate online.
Es un fenómeno inédito en la política argentina: un presidente cuya comunicación se apoya más en los códigos de internet que en los del lenguaje político tradicional. Lo que lo vuelve auténtico, pero también inaccesible.
El dilema de octubre
Esa brecha se vuelve especialmente significativa en un contexto electoral. Con su base firme y movilizada, Milei parece hablar cada vez más hacia adentro, a los que ya están convencidos. Pero octubre no se ganará en Twitter ni en los estadios repletos de fieles, sino en el terreno más complejo: el del votante volátil, el que duda, el que evalúa la gestión por el impacto en su vida cotidiana.
Para esos sectores, el mensaje libertario, cada vez más encerrado en su estética de culto, puede sonar ajeno o incluso amenazante. El propio espectáculo del Movistar Arena, con su tono mesiánico, su lenguaje críptico y su exaltación de lo propio, corre el riesgo de espantar a quienes buscan certezas más que símbolos.
El Milei de los primeros meses en el poder parecía decidido a expandir su influencia: se mostraba con empresarios, hablaba de acuerdos, moderaba su tono. Pero el Milei del recital volvió al origen: el outsider que disfruta desafiar al sistema, el líder que se siente cómodo entre los suyos. Quizás, esa forma de volver a las raíces, sea un impulso para relanzarse o la búsqueda de repetir la fórmula que lo llevó a la presidencia.
La necesidad de abrir el círculo
El desafío, ahora, es político y estratégico. Milei necesita salir del espejo en el que se refleja su propio fervor. Gobernar —y sobre todo ganar elecciones— exige hablarle a quienes no piensan igual.
El núcleo duro ya lo acompaña. Lo que define el rumbo de una elección es lo que hace el resto: los indecisos, los escépticos, los que no se sienten parte del relato libertario pero podrían respaldarlo si encontraran respuestas concretas a sus problemas. Los que se espantan ante un presidente que canta canciones de Nino Bravo, pero se espantan más con el kirchnerismo.
La política del círculo cerrado
El acto del Movistar Arena fue, sin dudas, una demostración de poder. Milei llenó un estadio, movilizó miles de personas y reafirmó su magnetismo. Pero también dejó ver una limitación estructural: el mileísmo, en su versión más pura, se vuelve un lenguaje de autoconvencidos.
Cuando un líder sólo le habla a su tribu, su mensaje se transforma en eco. Y un eco, por fuerte que suene, no conquista nuevos oídos.
Si Milei quiere construir no sólo un movimiento, sino un país gobernable, deberá mirar más allá de los aplausos del estadio y encontrar las palabras que también interpelen a quienes no estaban allí, ni coreaban su nombre, pero todavía pueden decidir el resultado del 26 de octubre.