Vino argentino
Michel Pouget, Sarmiento y el origen del vino argentino

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La historia de un viaje milenario que termina en Mendoza.
Aunque no sabemos con certeza cuándo comenzó a producirse el vino ni quién fue el ser humano que se atrevió a dar el primer sorbo, la Arqueología sitúa sus orígenes en la antigua Mesopotamia. Más al oeste, en Egipto, existen registros que datan del año 3000 a. C., como lo demuestran algunas pinturas halladas en tumbas faraónicas.
Desde las riberas del Nilo, muchas vasijas con vino emprendieron viaje hacia la isla de Creta, donde floreció una cultura que luego contagiaría su pasión vinícola a toda Grecia. Allí, el vino no sólo se convirtió en una bebida común, sino en una expresión espiritual, encarnada en Dionisio, el dios mitológico que —según las leyendas— enseñó a los hombres a elaborarlo. Cuando Roma adoptó esta tradición, rebautizó a Dionisio como Baco y consagró la famosa máxima «In vino veritas»: en el vino está la verdad. El Imperio Romano llevó esta verdad líquida a cada rincón de su vasto territorio.
Sin embargo, con la caída del Imperio y las invasiones bárbaras comenzó una etapa oscura para el vino. Los nuevos pueblos dominantes eran grandes consumidores de cerveza y trasladaron esa costumbre a los territorios conquistados, desplazando parcialmente al vino. Por otro lado, el avance del islam sumó otro obstáculo, ya que por razones religiosas el consumo de bebidas alcohólicas estaba prohibido.
En este contexto adverso, fueron los monjes cristianos quienes tomaron la posta y defendieron la producción vitivinícola, ya que el vino era esencial para la celebración de la misa como símbolo de la sangre de Cristo. Así, los monasterios se transformaron en verdaderas guardianías del vino. Allí se perfeccionaron técnicas y se aprovecharon los sótanos para crear bodegas subterráneas que permitían su elaboración y conservación.
El Renacimiento trajo consigo una renovación general de las artes, las ciencias y también de la producción vinícola. Fueron los franceses quienes comenzaron a perfeccionar los sistemas de vinificación, sentando las bases de una reputación que los acompaña hasta el presente.
Mientras tanto, al otro lado del océano, América recibía las primeras botellas de vino. Fue Cristóbal Colón quien trajo consigo, entre muchas otras cosas, ejemplares del Ribadavia, un blanco gallego originario de La Rioja. Pero la verdadera introducción del cultivo de la vid en el continente no se debe a él, sino a Hernán Cortés. Como gobernador de México, Cortés ordenó en 1525 la plantación de viñedos con cepas españolas. El cultivo se extendió con rapidez por el Virreinato del Perú y alcanzó primero Chile y luego Mendoza.
La Iglesia Católica también tuvo aquí un papel protagónico. Al fundarse nuevas ciudades, antes incluso de edificar los templos, se plantaban viñas: el vino era imprescindible para la eucaristía. Hacia mediados del siglo XVIII, Mendoza contaba ya con unas 67 hectáreas cultivadas con uva, lo que revela la importancia que la vitivinicultura iba adquiriendo en la región.
Pero sería recién en el siglo XIX cuando se produciría el gran giro. Fue Domingo Faustino Sarmiento quien promovió el encuentro entre Mendoza y el Malbec, una relación que con el tiempo se volvería inseparable. En 1853, el sanjuanino logró convencer al gobierno mendocino de contratar al agrónomo francés Michel Aimé Pouget, responsable de haber llevado esa cepa a Chile. El objetivo era replicar en esa provincia la experiencia trasandina a través de una Quinta Agronómica.
A pesar del entusiasmo inicial, Pouget debió enfrentar numerosas trabas. Se le prometieron diez mil pesos para su trabajo, pero la legislatura provincial redujo el presupuesto a solo mil. El recelo hacia el francés era tal que incluso se estableció por ley que, si era separado del cargo antes del tiempo estipulado, tendría derecho a quedarse con la mitad del valor de las plantas vivas que hubiera introducido.
En medio de esas tensiones, Sarmiento escribía a su amigo José Posse:
“¿Sabes que he fundado en Mendoza, contra la voluntad de todo el mundo, una Quinta Normal, que cuenta ya con millares de plantas (...)? Si lo ignoras es porque los mendocinos no lo saben tampoco”.
Pese a las adversidades, Pouget cumplió un rol clave en la historia del vino argentino. Fue él quien introdujo una notable variedad de cepas —entre ellas el Malbec, Pinot Noir, Merlot y Cabernet— y capacitó a jóvenes locales en técnicas modernas de cultivo y producción. Sarmiento valoró profundamente este esfuerzo y lo recordó en su discurso de 1884 durante su última visita a Mendoza:
“Púseme en contacto desde Chile con el Ministro Dr. Vicente Gil; y secretamente conspiramos para formar en Mendoza una Quinta Normal a fin de introducir las maderas de que carecía, mejorar la viña y restablecer el olivo y las higueras perdidas. (...) Monsieur Pouget, de rudos modales, de fuerza hercúlea, pero profundo saber, plantó en San Nicolás (...) todos esos árboles que embellecen la ciudad y enriquecen la industria son, pues, hijos de aquella plantación primitiva”.
Sin embargo, el proyecto no estuvo exento de críticas. En su manual de 1879, Eusebio Blanco señaló un problema importante:
“Sabido es que no hay una sola viña donde no haya muchas variedades de uva, estando mezcladas las buenas cepas con las inferiores. Lo mismo ha ocurrido con la cepa francesa, porque el introductor trajo cerca de cuarenta variedades que plantó confundidas entre sí”.
Salvador Civit, por su parte, atribuyó a esa falta de clasificación y método una demora de 25 años en el desarrollo vitivinícola mendocino. Aun así, el impulso dado por Pouget, reforzado por la llegada de inmigrantes europeos en las décadas siguientes, marcaría el comienzo de una nueva era para el vino en Argentina. Una historia que, desde sus raíces antiguas hasta las montañas de los Andes, sigue decantando en cada copa.