Gastronomía y poder
Maridajes políticos: de la pizza con champagne al desinterés por la comida de Milei

Periodista. Cocinera.

Las preferencias culinarias de los presidentes argentinos hablan de su personalidad y de la forma en que se relacionan con los ciudadanos. Qué platos marcaron cada época.
Como si se tratara de un psicotécnico, las preferencias y gustos por la comida pueden definir la personalidad y temperamento de cualquier mortal. Somos lo que comemos. Y si se trata de repasar las predilecciones culinarias de los presidentes argentinos, podemos hacernos un festín sin necesidad de sentarlos en el diván. Los maridajes gastronómicos de la política pueden representar tanto una era social y cultural como la forma en que el poder se relaciona con los ciudadanos. Basta un repaso por las últimas décadas para comprobar que la comida es, en definitiva, algo más que lo que uno se lleva a la boca.
El primer presidente de la democracia, Raúl Alfonsín era fanático del bife de chorizo a caballo, la cazuela de mariscos y el pulpo a la gallega, pero la hiperinflación que marcó a fuego su gobierno no dejó tiempo para metáforas.
La combinación entre gastronomía y política más emblemática se instaló durante el menemismo. Si bien a Carlos Menem le gustaba el sushi y los mariscos con los vinos de su bodega, los diez años de su mandato, entre 1989 y 1999, quedaron pegados al concepto de ‘pizza con champagne’, como una expresión popular y crítica de la frivolidad, el consumismo y la ostentación que caracterizó al poder político y económico de la época. Este maridaje de polos opuestos, como la popular pizza con el lujo del champagne, definía al gobierno menemista: de origen peronista, prefería la cercanía con la vida elitista de empresarios y la frivolidad de las cenas con la farándula vernácula. Y hacía alusión al nuevo rico, al calor de la finalmente fallida convertibilidad.

El cambio de siglo y la victoria de Fernando de la Rúa instaló en el gobierno la predilección por el sushi, en aquel momento, una comida de moda sólo entre las clases altas urbanas. Era el plato que pedía siempre en los restaurantes un grupo de asesores y operadores políticos comandados por Antonio de la Rúa, hijo del por entonces presidente, y su amigo Darío Lopérfido. La influencia desmedida de estos jóvenes dentro del Poder Ejecutivo, especialmente en decisiones políticas clave pese a no tener experiencia, llevó al periodismo a bautizarlos como el ‘Grupo Sushi’, en un intento irónico por describir el estilo de vida snob de sus integrantes, alejado de las costumbres populares y las tradiciones de la UCR. Ese círculo se convirtió en un símbolo del distanciamiento entre los dirigentes y sus representados. Algo que, ya sabemos, terminó mal.

Néstor Kirchner llegó al poder con la impronta patagónica. En Río Gallegos solía comer merluza negra en clásicos restaurantes y siempre insistía en pagar. Nada era más orgásmico para el ex Presidente que sacar del bolsillo un enorme fajo de billetes y exhibirlos, costumbre que repetía frente a la prensa y le valió el mote de ‘almacenero’. También acostumbraba degustar cordero patagónico, que preparaba en el sur con sus amigos, entre ellos Lázaro Báez. Todos devenidos en secuaces para crear una asociación ilícita y desfalcar las arcas del Estado, una vez acomodados en lo más alto del poder.
Pese a sus gustos por los manjares patagónicos, Kirchner detestaba el olor a comida que había en la Casa Rosada. Al punto que mandó a cambiar de lugar la cocina para no sentir olor a frito. La explicación oficial habló de cuidar la seguridad del Presidente y evitar que haya un desfile del personal cerca de su despacho. El placer ya no pasaba por la comida sino por la acumulación de dinero y poder.
El mismo capricho tuvo Cristina Kirchner. Al asumir su mandato, ordenó alejar aún más la cocina del despacho presidencial. Con todo, la ex mandataria disfrutaba los postres clásicos como todos. “Si hay dulce de leche y helado, no puedo resistirme... soy débil como cualquier argentina bien nacida”, dijo en un acto realizado en 2012.
Cuando estuvo fuera del poder, reconoció en una entrevista con Chiche Gelblung que sus comidas preferidas eran “el puré de calabaza con milanesas y hamburguesas caseras, la sopa de verduras y el pastel de papas". Todo indica que, con el cargo de vicepresidenta, rompió la dieta. Según contó en 2019 el entonces chef de Alberto Fernández, Ariel Paoletti, CFK prefería la lasaña.
La era de Mauricio Macri se caracterizó por la frugalidad. Por caso, Dante Liporace, el chef de la Casa Rosada durante su gestión, contaba siempre que prefería “el bife con ensalada y las sopas frías y livianas”. El ex mandatario no tiene gustos estrictamente gourmet, pero es adepto a la vida sana y la comida saludable, algo que suele caracterizar al círculo social de alto poder adquisitivo al que pertenece. Es por eso que algunos humoristas hablaban de ‘tostadas con palta’, como maridaje político gastronómico del macrismo. Esta ironía se usó para retratar a los jóvenes profesionales ligados al PRO, estilo Palermo chic, de consumo cool y estética start-up.

El ex presidente sigue desayunando tostadas con palta, que le prepara su mujer Juliana Awada. Pero también disfruta del asado, muere por los dulces -en especial el helado de pistacho- y ama las milanesas de la ex primera dama, así como la pasta con pesto, otra de sus comidas favoritas. Alguna vez confesó ante esta periodista que Juliana hace lo que nunca pudo su madre: prepararle la comida con sus propias manos.
Los gustos de Alberto Fernández son más difíciles de descifrar porque nada de lo que decía tiene hoy credibilidad alguna. En la Quinta de Olivos, el chef Paoletti le cocinaba sus dos platos favoritos: el asado y la pasta mediterránea, como los “papardelle a la crema de trufa". Sin embargo, durante la pandemia, el ex mandatario publicaba fotos en donde se lo veía cocinando pastas en la residencia presidencial. Según explicaba, las artes culinarias lo relajaban en medio de la crisis. Aún no se habían destapado las vergonzosas fiestas clandestinas que caracterizaron su gestión, ni habían cerrado los miles de negocios que quebraron con la cuarentena eterna.
Lo de Javier Milei requiere directamente un enfoque psicoanalítico, que dejaremos para los expertos. Es que, en declaraciones realizadas a la prensa durante la campaña electoral, el Presidente afirmaba que comer no es para él ni un placer, ni un deseo. Sólo es una necesidad “meramente fisiológica”. “Me da lo mismo, no tengo plato favorito. Si vos me dieras una forma de alimentarme vía pastillas, sin estar comiendo… no me genera nada. Es más, el tiempo que me demanda un almuerzo me fastidia” indicó en una entrevista que circula por las redes sociales.

Esta visión particular de la alimentación fue modificada, en parte, cuando llegó a la Rosada. En diversas ocasiones, manifestó su gusto por las milanesas, pero sólo aquellas cocidas al horno. Y, fundamental, sin el acompañamiento de papas fritas. Este rechazo no se trata de un capricho, dijo, sino de una alergia hacia los alimentos fritos. Por este motivo, las milanesas napolitanas que supo compartir en otros tiempos de calma con Macri nunca se hicieron bajo la modalidad tradicional.
La era Milei sería un caso de no maridaje gastronómico con la política. Pero dice y mucho. Plantea una desconexión emocional y cultural con la comida, ¿con el placer en general?, y una visión meramente utilitarista de la vida.