Del fusil a la Presidencia
Los crímenes de Pepe Mujica

Historiadora.

Mujica fue parte de una guerrilla urbana responsable de asaltos, violencia armada y un asesinato brutal.
Muchos lo celebran como el “presidente austero”, el hombre que vivía en una chacra y conducía un viejo escarabajo. Pero detrás del relato edulcorado que convirtió a José “Pepe” Mujica en un ícono de la progresía latinoamericana, hay una historia que incomoda: la de un guerrillero que participó en asaltos armados, acciones violentas y estuvo vinculado al asesinato de un inocente. Su militancia en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) en los años 60 y 70 dejó un saldo que rara vez figura en las entrevistas o documentales que lo glorifican.
El MLN-T, grupo al que Mujica se unió en los años 60, se autodefinía como una organización revolucionaria. En los hechos, fue una guerrilla urbana que desplegó una campaña de terror bajo la excusa de luchar contra la injusticia. Robaban bancos, empresas y depósitos a punta de pistola, llamándolo “expropiaciones”, como si la retórica marxista pudiera justificar el uso sistemático de la violencia.
José Mujica participó activamente en muchos de estos actos. Uno de los primeros delitos adjudicados a su persona fue una rapiña en 1964 contra un simple repartidor. No se trató de un golpe estratégico, ni un símbolo de lucha: fue un robo armado a un trabajador común. Resultó detenido y estuvo algunos meses preso, pero aquello fue solo el inicio.
Entre 1965 y 1970, los Tupamaros se especializaron en robos armados a comercios y fábricas, muchas veces con violencia sobre empleados indefensos. Mujica fue parte de esa estructura que operaba en la clandestinidad, sembrando miedo y desconcierto. Su nombre comenzó a resonar como uno de los militantes más activos.
El 8 de octubre de 1969, Mujica fue protagonista de uno de los actos más temerarios y simbólicos del MLN-T: la ocupación armada de la ciudad de Pando. El grupo logró, durante algunas horas, tomar el control de bancos, una comisaría y edificios públicos. Mujica estuvo armado y participó del asalto a una sucursal bancaria. El operativo no fue solo una demostración de fuerza, sino también una tragedia: murieron tres personas, incluido un civil inocente.
Este episodio, lejos de consolidar simpatía popular, generó un profundo rechazo en muchos sectores de la sociedad uruguaya. El romanticismo revolucionario se disolvía rápidamente ante las balas y la muerte.
Pero el hecho más oscuro relacionado con el entorno de Mujica ocurrió el 11 de enero de 1971. José Leandro Villalba, un agente policial de apenas 31 años, fue asesinado por los Tupamaros por haber brindado información sobre una reunión del grupo en el bar “La Vía”. Gracias a esa información, meses antes, la policía había detenido a varios militantes, incluido el propio Mujica, que recibió tres balazos y resultó gravemente herido durante la captura.
Para la organización, Villalba cometió un acto imperdonable: hablar. Por eso lo condenaron a muerte. Lo emboscaron y lo ejecutaron por la espalda con un mensaje mafioso que dejaron en el lugar: “Así pagan los delatores”. No hay prueba judicial directa que vincule a Mujica con el gatillo, pero su implicación como miembro del grupo delatado y su cercanía operativa lo señalan como parte del entorno responsable.
Villalba no era un jerarca ni un torturador. Era un administrativo que vivía con su madre y trabajaba en una comisaría. Fue ejecutado como escarmiento, en uno de los crímenes más brutales del MLN-T.
Con el tiempo, la historia giró en torno a Mujica. Tras ser capturado, pasó 13 años en prisión durante la dictadura militar, algunos de ellos en condiciones durísimas. Eso, para muchos, lo redimió. Para otros, lo convirtió en víctima. Sin embargo, esa victimización fue selectiva: nunca pidió perdón por los crímenes del grupo al que perteneció, ni mucho menos por el asesinato de Villalba. Nunca reconoció responsabilidad por los civiles afectados por las expropiaciones, ni lamentó públicamente el uso de la violencia, de hecho, en una entrevista al diario argentino La Nación en 2009 la justificó. Dijo estar arrepentido de su pasado guerrillero, pero seguía viéndolo como una especie de mal necesario.
Mientras medios internacionales lo celebran como ejemplo de humildad y sencillez, dentro y fuera de Uruguay muchos recuerdan que su carrera empezó con una pistola, no con un discurso. Que su ideología se forjó entre atracos y comandos armados, no en el Parlamento. Que su “anti-elitismo” inicial no surgió del pueblo, sino del desprecio por la democracia liberal.
Mujica representa, para muchos, la paradoja del guerrillero que devino en estadista. Pero también encarna una omisión: la de una sociedad que eligió no revisar con la debida rigurosidad los actos del pasado. La memoria, a veces, se acomoda según la simpatía del personaje. Y en el caso de Mujica, ese olvido selectivo lo convirtió en ídolo.
Pero la historia no se borra. Y en el prontuario de Mujica, antes del Congreso y la chacra, hay sangre, hay plomo y hay silencio.