El cafetín de barrio
La vocación de servicio y su compromiso con la gastronomía


Una mirada desde adentro al oficio, los códigos no escritos y la nueva confusión gourmet que atraviesa a los bares, cafés y mesas de siempre. Una carta para los que extrañan pedir un cortado con dos dedos y que los entiendan.
Esta es un carta para los lectores que todavía encuentran sentido en las costumbres simples y profundas del servicio y la comunicación en la mesa de un bar. O de un café. O mejor dicho, de un cafetín. Sí, un cafetín. Ese lugar donde el mozo ya sabía tu nombre, tu silla y tu café. Ese espacio que no figura en ninguna guía Michelin pero donde se arreglaban (o al menos se discutían) los problemas del país, de la vida y del amor.
Tuve la suerte de trabajar en uno. Y digo “suerte” porque el cafetín no era solo un laburo. Era una escuela, un club de barrio sin cuota, una especie de fraternidad celosa, donde todos tenían razón, todos discutían y todos volvían igual al día siguiente.
Pasaron los años. Y más rápido de lo que muchos pensábamos, los códigos del café mutaron. El cortado ya no es cortado. El expreso ahora es “ristretto” o “americano largo con leche de avena”.
Los más ortodoxos, con cariño lo digo, todavía intentan pedir el café con dos dedos en el aire. Pero los nuevos baristas los miran como si estuvieran hablando en arameo. En el cafetín de antes, el protagonista era el comensal. Hoy, el centro de la escena lo ocupa el producto. Que si el blend de Etiopía, que si el latte art, que si el origen sustentable. Todo bien con eso, pero ¿y el servicio? ¿Y la mística del trato humano?
El servicio: la parte olvidada del show
Siento que en medio de esta evolución gastronómica, el servicio quedó ninguneado. Y eso que es la mitad de la experiencia. Porque podés tener el mejor café del mundo, pero si quien te lo sirve no te mira a los ojos o no entiende tu gesto, el ritual pierde gracia.
La cocina tuvo su boom, se volvió estrella, protagonista de series y documentales. Pero ahora, le toca al servicio brillar. Es su momento. Y lo digo como cocinero: sin un buen servicio, la cocina está realmente jodida. Tanto el cocinero como el servicio en sí mismo dependemos el uno del otro, sería como nuestra media naranja.
Ojalá cada día veamos más pasión en el rubro, más oficio en el trato, más amor en el saludo y menos automatismo. Porque no se trata solo de servir un café. Se trata de seguir construyendo esa cultura del cafetín argentino, donde un mozo atento y un cliente de siempre pueden arreglar el mundo... aunque sea por un rato.