Un negocio que vulnera la dignidad humana, los derechos de mujeres y niños
La ternura no tapa el delito

Periodista

Un periodismo honesto no debe romantizar la trata ni ocultar la verdad detrás del mercado de la subrogación.
Basta con leer algunos portales para comprobarlo: la industria de la subrogación de vientre se nos presenta cada vez más como una historia de amor que desafía obstáculos, y no como lo que verdaderamente es: un negocio multimillonario de compra y venta de personas que se esconde detrás del dolor legítimo de no poder tener hijos.
En estos relatos mediáticos, el foco está puesto —casi exclusivamente— en quienes “lo intentaron todo” y finalmente “cumplieron el sueño de ser padres”. Se apela a la empatía del lector, se edulcora la crudeza de los hechos, se invisibiliza toda la cadena comercial que hay detrás y, sobre todo, se cosifica el cuerpo de las mujeres más vulnerables del mundo.
Un caso reciente publicado por uno de los medios nacionales de mayor difusión es ilustrativo: una pareja de hombres con alto poder adquisitivo recurre a una gestante en el extranjero para “formar una familia”. Luego, cuando reciben a una niña con una condición de salud inesperada, comienzan los reproches contra la clínica que “falló”, como si se tratara de un producto defectuoso. No hay autocrítica. No hay conciencia del abuso. Hay quejas. Como si el problema fuera el control de calidad y no la lógica de producción de seres humanos.
Detrás de estas narrativas se esconde una trampa comunicacional peligrosa. Los medios —y lo digo con dolor desde adentro— están naturalizando prácticas que atentan contra la dignidad humana. Se nos pide conmovernos con el deseo de los adultos y se omite deliberadamente la situación de las mujeres gestantes, a menudo empujadas por la pobreza a prestar su cuerpo a cambio de dinero. Mujeres que no tienen derecho ni siquiera a mirar al hijo que gestaron. Mujeres que —por contrato— renuncian a toda humanidad.
Como comunicadora social, me siento obligada a decirlo: no todo lo que genera lágrimas es justo. No todo lo que toca una fibra íntima es bueno. Y no todo deseo, por legítimo que sea, se convierte en derecho. El periodismo tiene la responsabilidad de mostrar toda la escena, incluso —y especialmente— cuando lo que se muestra no encaja con la sensibilidad hegemónica de la época.
Llamar “gestación por sustitución” a la subrogación no cambia su naturaleza. Las palabras suaves no blanquean lo inaceptable. No estamos hablando de un acto de amor, sino de contratos firmados ante escribanos, en clínicas que cotizan en dólares, con abogados que asesoran cómo “proteger al comitente” ante imprevistos. Esos comitentes son los adultos. Las madres gestantes, simples proveedoras del “servicio”. Los niños, mercancía.
Muchos de estos artículos periodísticos terminan pidiendo más regulación. Que haya controles, que se prohíba la explotación, que se reconozcan derechos básicos de las gestantes. Pero ninguna regulación convierte un delito en algo aceptable. Si se regula la trata de personas, sigue siendo trata. Si se regula la compra de niños, sigue siendo compra. La única regulación ética posible frente a esta práctica es su prohibición.
Hay voces lúcidas que acompañan esta convicción. La filósofa feminista Sylviane Agacinski denuncia sin rodeos esta práctica como una “nueva forma de esclavitud reproductiva” y alerta sobre la ilusión del consentimiento libre en contextos de desigualdad. La médica y activista Renate Klein llama a la subrogación “la explotación del siglo XXI”, donde las mujeres pobres son “colonizadas” por los deseos de los ricos. Y no es solo una cuestión religiosa o ideológica: países como Francia, Alemania, Suecia o Italia prohíben tajantemente esta práctica por considerar que vulnera derechos fundamentales.
Desde Newstad, creemos en un periodismo comprometido con la verdad, la justicia y la dignidad de cada persona. No nos corresponde adoctrinar, pero sí nombrar con claridad lo que otros disfrazan con eufemismos. La subrogación no es un gesto de amor, es una industria. No es solidaridad, es negocio. No es familia, es mercado. Y en el centro de ese mercado hay mujeres sin derechos y niños producidos como objetos de deseo.
Decimos no a la trata, sí a la vida. No al contrato que mercantiliza la maternidad. No al periodismo que silencia la injusticia en nombre de la emoción.
Informar bien no es emocionar. Informar bien es distinguir. Distinguir el bien del mal.