Cuando el tiempo se mide en ausencias
La memoria de los objetos perdidos

Periodista. Publicista.

Un reloj perdido, una infancia que se va y la memoria que insiste en no soltar lo que ya no está.
La certeza de que la vida transcurre se manifiesta en aquellas cosas que hemos perdido y que, sin embargo, no olvidamos.
Es en esa laguna de la memoria donde emergen gestos, palabras y cosas que hoy solo habitan en el eco de lo que fueron. Como una punzada sutil pero constante, reconocemos el fantasma de lo que fuimos cuando perdemos la certeza infantil de que todo era posible con solo desearlo.
Mientras escribo esto, me planteo un desafío del que te hago parte: confío en que no habrás perdido la capacidad inútil pero osada de soñar despierto. Confío en que tu memoria, como la mía, podrá llevarte por esos senderos que desembocan en aquel que fuimos algún día. Un pequeño ser humano desprovisto de cálculos y miedos que ha ido sedimentando bajo espesas capas de responsabilidades.
Como todos sabemos, el olvido tiene las heridas que nuestras uñas le provocan mientras intentan despojarlo para que volvamos a ser esa persona que nos trajo hasta hoy. Y la memoria se nutre de objetos. Se vale de lo material para llevarnos al pasado y, entre otras cosas, confirmar si lo que hoy somos es lo que pensábamos ser.
Recuerdo con dudas rugosas pero tangibles un reloj Election que mis viejos me habían regalado en algún lejano febrero. Recuerdo también haber asumido ese obsequio como una confirmación inequívoca de mi crecimiento. Tener un reloj de marca era para un tipo grande. La hora se le consultaba sólo a aquellos interesados en el progreso, en el mañana. A aquellos responsables que tenían preocupaciones de grande.
Tus compañeros de colegio te veían con un reloj y asumían un respeto que no te lo daba ni la corbata ni los mocasines. Porque un reloj era algo más. Era la entrada paga al mundo de los adultos. No era solo un instrumento para medir el tiempo. Cuando éramos chicos, ese aparato pesado y de cuadrante bordó era el universo entero ceñido a mi muñeca. Recuerdo como si fuera hoy el gesto de abrocharlo por primera vez y aquella sensación fresca del metal contra la piel.
Papá me lo dio en la mano y mi vieja miraba desde atrás, casi como vigilando que la cosa sucediera. Yo lo miré con una fascinación infantil que con el correr de los días le fue dando lugar a una sensación de poder que sólo sentía al girar la pequeña perilla para ponerlo en hora o para darle cuerda.
Todo cambió una tarde de verano. Ese día, aunque no pude percibirlo, entendí que las pérdidas dejan huella. Hoy, varios años después, entendí que aquella pérdida inauguró en mi cerebro el rincón de la melancolía.
Fue un descuido, un momento fugaz de distracción. El lugar pudo haber sido la plaza “Los Derechos del Hombre”, en Irigoyen y Juan B. Justo, aunque ahora eso se dibuja borroso en mi memoria. Lo que no olvidaré jamás es la sensación de mi muñeca extrañamente ligera, vacía. Y la angustia creciente a medida que, paradójicamente, pasaba el tiempo.
Llegó el atardecer y el Sol se fue perdiendo entre los árboles. Mi mirada seguía fija en el pasto y en las piedras anaranjadas de los senderos. Pero nada. El Election plateado que me hacía sentir adulto empezaba en esos mismos instantes a ser recuerdo.
Hoy, cuando el tiempo pasa sin necesidad de mirar el reloj. Mientras otro fin de semana empieza a escaparse y el olvido se deja atrapar por el recuerdo de ese pedazo de metal barato, entiendo a qué se debe la nostalgia.
Las pérdidas son cosas de todos los días. Pero ninguna como esa ausencia inaugural. Ninguna como ese desengaño primario.
Con los años y las canas llegaron otros relojes. De los malos y de los otros. De los que se usan para saber la hora y los que se usan para saber quién sos. Relojes fugaces y relojes eternos. Pero ninguno, ninguno, como ése que me hizo sentir un hombre.
Hoy, cuando creemos que la experiencia nos muestra mejor parados y más acostumbrados a las cosas de la vida. Cuando las pérdidas pueden ser simples contingencias a las que dejamos pasar con la altura y la soberbia que dan los años, busco en el recuerdo aquellas manos que me regalaron el reloj y la mirada se nubla un poco. Sólo un poco. Lo suficiente como para transformar las lágrimas en una suerte de anticipo de un resfrío que vos y yo sabemos es mentira.
Aunque con voz adulta y firme pidamos una aspirina.