Antes del microbio, el enemigo era el aire viciado.
La increíble historia del mal olor que cambió las ciudades


La teoría de los miasmas dominó la medicina y cambió para siempre la forma en que pensamos la ciudad y la salud pública.
En todas las culturas primitivas, el origen de las enfermedades estuvo profundamente ligado a lo sobrenatural. La magia, la hechicería, los castigos divinos y la acción de espíritus eran considerados responsables de las dolencias humanas. Aunque los siglos trajeron avances científicos, estos imaginarios no desaparecieron por completo: sus ecos persisten en prácticas de curanderismo y chamanismo que aún conviven con la medicina académica en distintos rincones del mundo.
Con el paso del tiempo, la humanidad comenzó a buscar explicaciones más concretas y observables. Entre las más influyentes se destacó la Teoría de los Miasmas, que durante generaciones intentó dar sentido a las epidemias que diezmaban poblaciones enteras. Según esta idea, las enfermedades no eran provocadas por agentes invisibles como bacterias o virus —descubrimientos que vendrían después—, sino por “emanaciones fétidas” y vapores pestilentes producidos por la descomposición de materia orgánica. Al inhalar ese aire corrompido, el cuerpo enfermaba.
El especialista Charles Volcy lo explica con claridad: “La teoría del miasma fue dominante (…) hasta bien entrado el siglo XIX, y su vigencia podría explicarse por el nivel general de insalubridad de las nuevas ciudades en crecimiento y por la proliferación de olores nauseabundos por la ausencia de alcantarillas y de sitios para depositar las basuras. Podría resumirse con la conocida frase: ‘todo hedor es enfermedad’”.
No faltaban ejemplos que parecían confirmarla. La malaria —mal aria, “mal aire”— se asociaba a los vapores que emanaban de los pantanos. Y el médico higienista alemán Max von Pettenkofer defendió la idea de que el cólera se contraía al inhalar un gas venenoso surgido de la tierra. Hoy sabemos que tanto el cólera como la malaria tienen causas microbianas específicas, pero en su momento la explicación miasmática ofrecía algo que la gente podía ver —o al menos oler—.
En la Argentina, estas ideas encontraron terreno fértil. El médico sanjuanino Guillermo Rawson, figura central del higienismo local, entendió que combatir las epidemias exigía transformar el espacio urbano. Durante las crisis sanitarias de fines del siglo XIX propuso intervenciones concretas: reemplazar empedrados hechos con rellenos de basura —que fermentaban y despedían olores—, abrir la circulación del aire y ordenar la disposición de residuos.
En una de sus conferencias, Rawson observaba críticamente a la capital argentina: “Sus calles tan estrechas impiden la circulación amplia y libre del aire atmosférico, inconveniente tanto más incomprensible y deplorable si se tiene en cuenta la inmensa extensión de nuestro territorio”.
La preocupación no fue exclusiva de Buenos Aires. En Mendoza, la prensa hizo propias las advertencias higienistas. El 5 de diciembre de 1885, el diario Los Andes denunciaba el abandono en el espacio público: “Siempre tenemos ocasión de encontrar en las calles de la antigua ciudad, cadáveres de perros en completo estado de descomposición (...) Anteayer se encontraban en la calle Bolivia, al llegar a la esquina de la de Chacabuco, dos perros muertos que infectaban la atmósfera”. Y añadía otra escena: “También varias gallinas y gatos muertos se encuentran en la calle Rioja”. Más allá del tono alarmista, estas crónicas evidencian la ausencia de servicios regulares de limpieza urbana.
Paradójicamente, una teoría científicamente errada abrió el camino a políticas públicas acertadas. El temor al aire corrompido impulsó mejoras reales. Los médicos higienistas —entre ellos Luis Lagomaggiore en Mendoza— promovieron la modernización de las ciudades para proteger la salud colectiva. De esa agenda nacieron medidas que hoy damos por sentadas: la obligación municipal de recoger la basura, el control de focos de putrefacción, la ampliación de desagües y la planificación de calles más ventiladas.
El cambio de paradigma médico que trajo la teoría microbiana no borró de un plumazo la herencia miasmática. Pero sí reencuadró sus intuiciones dentro de una nueva comprensión: los olores por sí mismos no contagian, aunque las condiciones que generan malos olores suelen coincidir con ambientes donde prosperan patógenos. En ese sentido, los higienistas no estaban tan desencaminados cuando exigían limpieza, drenaje y aireación.
En definitiva, la historia de los miasmas enseña algo valioso: las ideas equivocadas también pueden producir efectos sociales positivos cuando movilizan acciones preventivas. La obsesión por desterrar el “mal olor” ayudó a instalar un principio que hoy consideramos básico: la salud pública depende del entorno urbano tanto como del consultorio médico. Y esa lección sigue vigente cada vez que discutimos recolección de residuos, cloacas, agua segura o calidad del aire en nuestras ciudades.