La alimentación en la vida social de la colonia
La comida de 1810: locro y chicha para los pobres, puchero y vino para los ricos

Periodista. Cocinera.

Si bien la cocina de la época colonial era mestiza, los alimentos de origen indígena, más económicos, eran consumidos por las clases populares en las zonas rurales. Los más acomodados, que podían mantener tradiciones europeas, optaban por los platos de origen español. De la fusión de ambas culturas, nació nuestra gastronomía.
Cada vez que llega el 25 de mayo se nos despierta a todos un deseo irrefrenable por comer los platos asociados a la época de la colonia: locro, tamales, humitas, pastelitos. Y cuando pasan las celebraciones, nos olvidamos de estos clásicos por un buen rato hasta la próxima fiesta patria. Es, dicen los que saben, una forma de afianzar nuestra identidad en torno a comidas emblemáticas. Una manera de homenajear nuestras raíces con la tradición de elegir ese banquete para compartir en familia. La fecha siempre viene bien, además, para bucear en nuestros orígenes y repasar qué se comía y cómo influía la alimentación en la vida social y cultural en la Argentina de principios del siglo XIX. Por caso, ¿todos comían lo mismo en los días de la Revolución de Mayo? ¿Cuántos de esos platos propios del virreinato eran españoles y cuántos mestizos o criollos?¿Nuestra gastronomía proviene de la cultura indígena o de la española? O, cómo diría el ex presidente y filósofo de cafetín, Alberto Fernández, ¿nuestra cocina viene de los árboles o de los barcos? Despejemos por partes.
“La cocina de 1810 mostraba una mezcla de tradiciones indígenas, españolas y africanas, reflejo de la sociedad colonial”, dice el periodista y escritor Daniel Balmaceda en su libro La comida en la historia argentina. Según el autor, en esa mezcla de culturas, los platos indígenas se adaptaron a la mesa criolla, y los platos españoles se transformaron al ritmo de los ingredientes americanos. Así nació nuestra cocina. El mejor ejemplo de esta fusión es el locro: de origen quechua, se integró profundamente en la identidad culinaria argentina al incorporarse ingredientes aportados por los españoles como carne de cerdo, chorizos, cebolla y pimentón.
“El locro era una comida típica inca del Alto Perú (actual Bolivia y norte de Argentina), y para 1810, ya se consumía en todo el territorio argentino, con cada región aportando su propia receta, generalmente a base de maíz”, señala Balmaceda. Y destaca que solía venderse en ollas humeantes en la calle a todos aquellos que no podían invertir su tiempo en una preparación de varias horas.
Mariano Carou, docente, investigador y autor del ensayo Filosofía Gourmet, cuenta que la comida de 1810 era básicamente mestiza, pero que variaba según la región. “En el noroeste, por ejemplo, había más influencia indígena que en el litoral, al tener cereales andinos (quinoa, maíz) y las tantísimas variedades de papa. Pero la matriz cotidiana en las ciudades era española, e inclusive, ya en época de la independencia, los primeros restaurantes, eran atendidos por ingleses o franceses”, explica.

Carou cuenta que en esa época se comía mucha verduras y carnes hervidas, inspiradas en el famoso ‘cocido madrileño’, que son el antepasado de nuestro actual puchero. Otro guiso habitual era la carbonada y el locro. “También se consumía aves de corral y mucho más pescado que ahora. El pescado del río, era algo barroso, pero fresco”, agrega.
Según el investigador, la carne asada era algo habitual. “Se comía, por supuesto, mucha carne. Pero solo los cortes, no las vísceras, que eran tiradas a los perros o recogidas por gente de escasos recursos. Como la carne se hacía en asadores en cruz, no había dónde sostener las vísceras. Pero sí se podía asar media res”, remarca.
¿Todos comían lo mismo?, pregunta Newstad.
-En líneas generales sí -dice Carou-, pero como pasa siempre, las mejores partes se las llevaban los patrones. Los esclavos comían las sobras. Lo que ocurría con la carne era significativo, y lo cuenta Esteban Echeverría en ‘El matadero’: “los matarifes carneaban los animales para la Iglesia, los funcionarios y las clases acomodadas, y los esclavos, o cualquier persona carenciada, se abalanzaban sobre las achuras, porque se tiraban”.
Balmaceda, por su parte, señala que con la comida quedaban también expuestas las distintas clases sociales de la época. "Durante la colonia, la diferencia entre ricos y pobres también se notaba en la mesa. Las familias ricas solían tener cocineros (a veces esclavos o sirvientes) y podían darse el lujo de preparar platos con carnes finas, especias importadas, vinos europeos y postres elaborados”, explica.

En esa línea, afirma que los platos de origen español eran comunes entre las clases altas, que podían mantener tradiciones europeas. La lista incluye al puchero, un guiso similar al que venía de España, hecho con carnes, papas, garbanzos y otras verduras. También había tortillas de huevo y pan, muy comunes en las casas criollas acomodadas. A su vez, los buñuelos, las torrijas y rosquillas, eran postres traídos de la cocina andaluza. Y el arroz con leche, tenía también una fuerte tradición ibérica.
“Había unos dulces que se llamaban 'paciencias', precisamente porque requerían que se separasen las yemas y las claras de unos cuantos huevos y dos personas las batiesen en simultáneo por separado durante un buen rato”, recuerda Balmaceda.
En los sectores humildes, en cambio, la base de la alimentación eran productos locales y baratos, como el maíz (en forma de locro o mazamorra), algunas verduras, pan y en ocasiones carne de baja categoría o embutidos. “Los pobres comían lo que había: maíz, zapallo, pan duro y lo que se pudiera conseguir en el mercado o cultivar”, relata Balmaceda.
Si bien eran alimentos de origen indígena y consumidos por las clases populares, en especial, en el interior del virreinato, muchos platos fueron adoptados por los criollos. Entre ellos, el ya mencionado locro, la humita -una pasta de maíz con cebolla, queso y condimentos, cocida en chala-, y los tamales, similares a las humitas, pero con carne y condimentos más fuertes.

La mazamorra, hecha con maíz blanco, agua y azúcar o miel, era uno de los dulces más consumidos en los sectores de bajos recursos. Mientras que la chicha, una bebida fermentada de maíz, era fuerte en el norte y zonas rurales.
Otra de las bebidas típicas para todos era el mate. “Era de uso cotidiano y siempre se endulzaba, sobre todo en la zona del Litoral”, remarca Balmaceda. “El chocolate no se comía como golosina sino como bebida; de hecho, competía con el café en el desayuno”, recuerda.
¿Y las empanadas y los pastelitos que todos recordamos de los actos escolares?
Balmaceda cuenta que las empanadas nos llegaron de los árabes y que ya eran populares en los días de la colonia, especialmente en las reuniones y fiestas. Como ahora, variaban según la región. Pero, al igual que los pastelitos, no se preparaban en las casas, sino que se vendían en puestos callejeros.
Locro, humitas, tamales, pastelitos: ¿por qué los comemos siempre en las fiestas patrias?
-Porque estos platos están asociados a nuestra identidad- dice Carou. El locro, por ejemplo, se popularizó cuando los soldados que habían participado de las campañas al Alto Perú volvían a Buenos Aires. Lo habían probado y les había gustado. Y se fortaleció durante el siglo XX, con la oleada inmigratoria, ante la necesidad de unificar al país en torno a comidas emblemáticas. Pero sobre todo porque, con una identidad tan difusa, el argentino necesita apropiarse de estas imágenes consolidadas: el gaucho, el tango, el locro, el dulce de leche, Messi, Gardel… En medio de la ráfaga cotidiana, estos símbolos nos ayudan a recuperar la identidad perdida, o quebrada, o siempre en riesgo.