El futuro acelera, pero nosotros marcamos el paso
Inteligencia Artificial, no te tenemos miedo

Periodista. Publicista.

A los 50 y pico, la IA nos desafía a adaptarnos otra vez. Con curiosidad y experiencia, seguimos siendo protagonistas, porque nuestra sabiduría humana no se apaga con un switch.
El umbral de los 50 parece ser determinante. Cruzarlo es como llegar a la cima de una montaña desde la que se divisa un paisaje conocido, pero con una luz diferente. La experiencia hace que se intuyan nuevos senderos, algunos prometedores y otros un poco más inciertos.
Con los cincuenta llega una perspectiva que antes no teníamos. Hemos vivido suficientes "primeras veces" como para saber que la mayoría de las tormentas son relativamente pasajeras y que lo más valioso que tenemos es el tiempo. Las prioridades se redefinen y lo que era una ambición desmedida de juventud se transforma en una búsqueda de mayor equilibrio y de tiempo para disfrutar de las cosas que realmente importan.
Lo cierto es que a los cincuenta y pico no teníamos ni idea de lo que se nos venía. La vorágine del tiempo nos atrapó y nos puso ante un desafío que jamás imaginamos enfrentar: la Inteligencia Artificial.
El almanaque nos coloca en ese punto de inflexión donde el cuerpo nos recuerda su fragilidad, la mente y el espíritu pueden encontrar una nueva libertad. Y justo ahí, cuando nos permitimos regalarnos un tiempo de reflexión, de reevaluación y, sobre todo, de una profunda aceptación de quiénes somos y del camino recorrido, justo cuando parece que estábamos por ingresar a la antesala de una nueva madurez, con sus propios desafíos y sus propias recompensas, llega la inteligencia artificial a trastocarlo todo.
Y la vida cambia. Y la capacidad de resolver todo con la experiencia acumulada por los años se desmaya y cae por el balcón hacia una calle sin salida.
Hoy la IA resuena en los titulares, en las redes donde sólo entrábamos a ver la vida del vecino, en las charlas de café y hasta en esos programas de televisión que juramos no volver a ver.
Los que peinamos canas, observando este fenómeno con una mezcla de curiosidad, escepticismo y, por qué no decirlo, de un ligero desconcierto, vemos cómo se hace más cotidiana la presencia de imágenes de muertos famosos que cobran vida y nos sonríen, de amigos hechos animé, de textos brillantes con la firma de ignotos, de trabajos excelentes realizados en segundos y otras cosas consecuencia de las posibilidades que nos regala esta nueva herramienta.
El tema es que nosotros vimos nacer los televisores color, el fax, los contestadores automáticos, las primeras computadoras personales que ocupaban medio escritorio, superamos los inolvidables fallos de Windows 95 y pasamos como si nada el fin del mundo que suponía el temible Y2K. Nos adaptamos al celular, a internet, a las redes sociales, al Bluetooth, a Racing campeón y hasta al poliamor. Bastante hicimos, señores! Bastante bien nos desarrollamos en medio de las demandas del progreso!
Y ahora nos vienen con la inteligencia artificial, que no se trata solo de una herramienta que usamos a nuestro gusto, sino de una entidad que parece tener la capacidad de aprender, de tomar decisiones, de crear y hasta de corregir nuestra vidas. Nos hablan de algoritmos complejos, de redes neuronales, y de un futuro donde las máquinas podrían realizar tareas que antes eran exclusivamente humanas. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿Dónde encajamos nosotros en este nuevo panorama?
Para algunos, la IA se presenta como una aliada. Imaginen la posibilidad de tener un asistente virtual que nos recuerde las citas médicas, que nos ayude a organizar nuestras finanzas, que incluso nos sugiera nuevas aficiones basadas en nuestros gustos. Para aquellos que luchan contra la soledad, una IA conversacional podría ofrecer compañía y estímulo intelectual. En el ámbito de la salud, las aplicaciones de la IA prometen diagnósticos más precisos y tratamientos personalizados.
Todo muy bien. Aplausos. Pero también surgen las sombras. ¿Reemplazarán estas máquinas a los profesionales con años de experiencia? ¿Se desdibujarán las fronteras entre la creación humana y la artificial, afectando a campos como el arte y la literatura que tanto valoramos? ¿Y qué decir de la privacidad de nuestros datos, ahora en manos de algoritmos cuyo funcionamiento a menudo se nos escapa? Bill Gates (aquel del Windows 95) pronostica que en pocos años los trabajos para la humanidad se reducirán a un puñado, consecuencia lógica de todo lo que la Inteligencia Artificial está aprendiendo hoy.
No podemos negar que existe un cierto temor a lo desconocido. Hemos construido nuestras vidas en un mundo donde la inteligencia, la creatividad y la empatía eran atributos fundamentalmente humanos que, incluso, eran utilizados hasta para enamorar. La idea de que las máquinas puedan replicar estas capacidades, e incluso superarlas, quedaban para las películas que nos hablaban de un futuro improbable más que de un futuro imperfecto.
Ampliemos esta humilde reflexión sobre la Inteligencia Artificial, sumándole esa punzada de inquietud que puede generar quedarse al margen de esta vorágine tecnológica. Y es que, pensándolo bien, a la mezcla de curiosidad y escepticismo, se le suma un escalofrío sutil por el temor a quedarnos rezagados en esta nueva era. Porque no se trata solo de observar el desfile tecnológico desde la tribuna; la sensación latente es que este tren avanza a una velocidad vertiginosa y la estación donde nos tendremos que bajar podría ser la próxima.
Para nuestra generación, la exclusión digital ya fue una realidad palpable en ciertos momentos. Vimos cómo aquellos que no se subieron a la ola de internet, por ejemplo, quedaron en cierta desventaja en el mercado laboral, en el acceso a la información, y hasta en la comunicación. Ahora, con la IA como protagonista, esa sensación de posible marginación se intensifica.
Permítannos el temor a los que tenemos jóvenes 50 y pico. Permítannos pensar que la brecha generacional se expande y, aunque creamos que estamos cerca, no. Todo es más veloz de lo que creemos. Y nos estamos quedando atrás.
Quizás la clave esté en la adaptación, en la capacidad que siempre hemos demostrado para integrar nuevas tecnologías a nuestras vidas. No se trata de resistirse al avance, sino de comprenderlo, de aprender sus límites y sus potencialidades, y de exigir que su desarrollo se realice con ética y transparencia.
La Inteligencia Artificial tal vez no sea una amenaza en sí misma, sino una herramienta poderosa cuyo impacto dependerá de cómo decidamos utilizarla. Para nosotros, los que hemos vivido la transformación tecnológica desde sus inicios, esta nueva revolución nos invita a mantenernos curiosos, a seguir aprendiendo y a aportar nuestra perspectiva, basada en la experiencia de haber visto el mundo cambiar tantas veces. Porque al final, la inteligencia, sea artificial o humana, solo tiene sentido si entendemos que nuestra experiencia sigue siendo fundamental.
Ancianos de 50 y pico que estén posando sus ojos en estas líneas, hagamos un trato. Seamos irreductibles en una cosa: cuando el terror a no ser parte de esta evolución avance, cuando no logremos transformar esta herramienta en una motivación para aprender, para adaptarnos y para seguir siendo protagonistas de nuestras propias vidas, cortemos la luz. Simple: bajemos el switch de casa o de la oficina y sentémonos a ver qué hacen ahora esos malditos robots de mala muerte.