Contra la tiranía del tiempo y la memoria que se desvanece
Humilde teoría para vencer al olvido

Periodista. Publicista.

Una reflexión íntima sobre el paso de los años, el miedo a desaparecer y la posibilidad de amar como forma de resistir.
Cuando crecemos y dejamos atrás algunas vivencias, nos embarga el sentimiento más grave e inesperado de todos: el olvido. Reconocerlo es saber que no es la ausencia, sino más bien un velo suave que el tiempo teje sobre la nitidez del pasado. No es la traición de la memoria, sino su suspiro. La manera en que el alma se permite respirar hondo después de unos años de recorrido.
Ese vacío que supone el paso del tiempo suele aparecer cuando empezamos a atravesar la mitad de nuestra existencia. Vivís, soñás, creés, sufrís, amás y, al final, te das cuenta de que eso lleva tiempo. Y es ahí cuando aparece la trampa del olvido. No se sabe si es porque nuestra memoria necesita espacio, o si en realidad es porque hemos cambiado tanto mientras vivimos que aquello que era parte de un sólido presente se hizo pasado y devino en olvido.
Lo cierto es que, mientras pasa la vida, casi sin asombrarnos, vemos cómo las secuencias y retazos de nuestra existencia pasan a la carpeta del olvido. Dejamos que se pierdan en la telaraña de la memoria cosas como el primer beso, la primera novia, el primer gol en la placita del barrio, la tía Elvira y hasta las manos de mamá. Y eso nos hace sentir injustos y desagradecidos.
El tiempo es así de cruel. No solo porque pasa y no se detiene, sino porque, a medida que transcurre, se encarga impiadosamente de barrer con los recuerdos. Y para eso se vale de una trampa sutil y por demás convincente: nos regala hijos, esposas, amantes, éxitos laborales, aumentos de sueldo y nuevos recuerdos que se encargan sigilosamente de tapar aquello que nos hizo quienes somos hoy. Nos llena el futuro de luces a medida que, sin que nos demos cuenta, apaga el pasado y le quita relevancia a los recuerdos.
Cada segundo que avanzamos es un fragmento de vida que se desvanece, una juventud que se extingue, una memoria que se nubla. El maldito tiempo nos impone el paso de las estaciones, las arrugas en la piel y el desgaste en el alma, recordándonos constantemente nuestra finitud. Su tiranía reside en que su curso es irreversible y en la imposibilidad de aferrarnos a lo que fue o de adelantarnos a lo que aún no es. Actúa como un verdugo silencioso que nos condena a la pérdida y al olvido constante, dejando tras de sí un rastro de melancolía por lo irrecuperable y una constante amenaza de un futuro incierto.
Como es fácil de imaginar, el problema crece cuando el tiempo y el olvido juegan en tándem. Se hacen invencibles cuando se unen y, mientras uno se ocupa de llenarte de vida, el otro trabaja para que sea imposible recordarla. Hijos de puta.
Para derrotarlos, lo primero que debemos hacer es asumir, irremediablemente, que el tiempo es inexorable. Guste o no, el tiempo pasa. Y ante eso, lo mejor es entenderlo y nada más. Dejarlo ahí.
Lo importante es, entonces, concentrarnos en el otro. En el miedo al olvido, que sin dudas es una de las ansiedades más profundas y universales que puede experimentar el ser humano. Y en un mundo efímero, esta inquietud cobra una nueva dimensión. No se trata simplemente de la preocupación por perder los recuerdos, sino de una angustia existencial ante la idea de desaparecer, de que nuestra vida, nuestras experiencias y nuestro legado sean borrados de la memoria colectiva e individual.
Me dirás, pensando en una solución sencilla, que las redes sociales nos ofrecen gratuitamente la posibilidad de recordar. Que nos permiten coleccionar imágenes y textos para vencer al olvido y regalarnos una ilusión de permanencia. No te confundas. Tener a mano un archivo digital de nuestras vidas presume la derrota del olvido, sí. Pero también nos enfrenta a la velocidad con la que la información se consume y se olvida. Con el tiempo que pasa rápido y que, en alianza con el olvido, se encarga otra vez de mostrarnos que, cuanto más amplio sea el archivo, más cerca estamos del final. Y ahí perdimos otra vez. Ante la cercanía de la muerte, el olvido es nada y el tiempo es eso que pasó sin que lo viéramos. Derrota segura.
Pero volvamos al temor al olvido. Ahí puede haber algo.
En principio, este temor se manifiesta de diversas maneras. Algunos buscan dejar una huella tangible a través de obras de arte, libros, inventos o contribuciones significativas a la sociedad. Otros se esfuerzan por mantener vivos los lazos familiares y de amistad, asegurándose de que su historia sea transmitida de generación en generación. Para muchos, el simple hecho de ser recordados con cariño por sus seres queridos, de que su vida haya tenido un impacto en la de otros, es suficiente para mitigar esta zozobra.
El miedo al olvido también está intrínsecamente ligado a la búsqueda de significado. Si nuestra existencia no deja rastro, si no importa a nadie después de que nos hayamos ido, ¿cuál es el propósito de nuestro paso por este mundo? Esta pregunta impulsa a muchos a vivir con mayor intensidad, a buscar la trascendencia en sus acciones y a cultivar relaciones que perduren.
Alguna vez leí que, si nos espera el olvido, lo importante será no merecerlo. Esto implica reconocer que el olvido es también una parte inevitable y, en cierta medida, necesaria de la vida. La memoria es selectiva y finita; no podemos recordarlo todo ni esperar que todos nos recuerden por siempre.
Concentrémonos en no merecer el olvido, entonces. Tal vez esa sea la clave de la victoria. O tal vez sea la posibilidad de un humilde empate sobre la hora. ¿Cómo? Se me ocurre algo sencillo: intentemos amar hasta el dolor. Hasta el hueso. Sin condiciones. Amemos genuina y apasionadamente.
Y si nos olvidan, al menos será injusto.