Outside the box
Hola, ¿me leés? El drama de escribirle a alguien que no te contesta (y está online)

Periodista

Los jóvenes no responden mensajes, pero ven TikToks por horas. ¿Falta de energía… o falta de respeto?
Una madre cree que su hija está muerta. No la llama la intuición ni un presentimiento, sino algo más banal y desesperante: no le responde los mensajes. Ni las llamadas. Han pasado tres horas. Tres. En ese lapso, la hija estaba con el celular en la mano, pero no contestó porque “no era urgente” y porque, bueno, “se quedó dormida”.
La anécdota, contada por The Times, se presenta como un reflejo del mundo hiperconectado y agotado en el que viven los jóvenes. Se argumenta que no responden por una forma de autodefensa frente a la saturación digital. Que están “poniendo límites”. Que no es desinterés, sino autocuidado.
Pero algo no cierra. Porque esa misma generación que no puede escribir un “ok” cuando su mamá le pregunta si llegó bien, es capaz de pasarse horas viendo a desconocidos hacer bailes, recetas o chistes mediocres en TikTok. La energía que supuestamente no tienen para contestar mensajes se despliega, inagotable, en likes y scrolls interminables. ¿No hay ahí una forma sofisticada de evasión? ¿Una excusa disfrazada de sensibilidad?
Llamar “autocuidado” a no contestar es romantizar una banalidad. No responder no es un acto revolucionario contra el sistema de notificaciones: es, muchas veces, una simple falta de educación, de modales o de cortesía, como prefieran llamarlo. Un modo de ignorar que del otro lado hay alguien —un ser humano, no una app— esperando una señal, una palabra, un emoji al menos. Porque sí, incluso un emoji alcanza para decir “te leo, ya te contesto”, para reconocer al otro.
Nos hemos acostumbrado tanto a la autorreferencia, al algoritmo que nos da solo lo que nos gusta, que nos resulta cada vez más incómodo mirar afuera, pensar en el otro, hablar con el otro. Y ahora también: responderle.
Por contraste, Roger Federer, el hombre que ganó solo el 54% de los puntos que jugó y aun así fue el más grande, subió a dar un discurso de graduación y compartió algo todavía más inusual: atención. No solo a sus éxitos o a su legado, sino al momento que vivían los estudiantes. Se puso en su lugar. Pensó qué necesitaban oír. Abrió la puerta de su experiencia, sin narcisismo. Les habló con la cortesía de quien sabe que toda grandeza se construye también con humanidad. Les dijo que eso de “sin esfuerzo” es un mito, que perder puntos no impide ganar el partido y que la vida —como el tenis— no se juega solo en la cancha.
Les enseñó, sin alzar la voz, que lo importante no es ganar siempre, sino saber pasar la página y mirar al otro con atención.
Hay un don de gentes en Federer que parece escaso hoy. Esa mezcla de elegancia y humildad que no necesita exhibirse, pero que se nota en los gestos mínimos: la escucha, la presencia, la forma de mirar y ser mirado. Federer no necesitaba dar un discurso memorable, y sin embargo lo dio. Como si entendiera que los gestos son los que quedan. Que vale más responder con el cuerpo entero que acumular silencios pasivo-agresivos en un chat.
No se trata de exigir que cada joven sea Federer. Pero sí, al menos, de recuperar algo de esa disposición a salir de uno mismo. A mirar, atender, y sí, responder. Porque del otro lado no hay notificaciones: hay personas. Y cuando empezamos a ignorarlas como si fueran parte del paisaje digital, no solo perdemos conexión: perdemos contacto con lo más elemental de la vida en común.