El desafío humano frente a las encrucijadas de la actualidad
“Hace falta que queramos creer”

Periodista

El filósofo Mariano Asla propone liderar desde una esperanza lúcida, crítica y activa en tiempos de cambio.
En su intervención durante el Encuentro Anual de ACDE 2025, el profesor e investigador Mariano Asla propuso un marco original para pensar la época: señaló que el mundo actual parece escindido entre un tecno-optimismo ingenuo y un tecno-pesimismo paralizante. Ambas posturas —dijo— comparten una misma trampa: la creencia de que el futuro ya está cerrado, que todo está predeterminado. Frente a esto, Asla propuso cultivar una esperanza lúcida: activa, tridimensional y consciente de los riesgos. Una esperanza que mira hacia adelante sin descartar el pasado ni el presente, y que parte de una convicción profunda: “hace falta que queramos creer”. Un llamado, en definitiva, a recuperar el deseo de apostar por el bien común, también —y sobre todo— en tiempos de cambio.
Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, profesor de Ética y Antropología Filosófica en la Universidad Austral, Asla investiga desde hace años las dimensiones existenciales de la acción humana. En esta entrevista, responde en profundidad sobre el rol de la esperanza, el valor del tiempo, la complejidad moral del presente y los signos de un liderazgo verdaderamente ético.
—En tu exposición hablaste de una esperanza lúcida como antídoto frente al fatalismo. ¿Qué significa liderar con esa clase de esperanza dentro del mundo empresarial, donde muchas veces predomina la urgencia y el pragmatismo?
Una esperanza lúcida es una actitud positiva y abierta a lo nuevo, a la fecundidad que siempre implica sorpresas. A diferencia del optimismo y del pesimismo que suponen un futuro cerrado, disponible, ya sea bueno o malo. Optimistas y pesimistas tensan, por decirlo de alguna manera, la misma cuerda, uno hacia el lado del bien y de la utopía y otro hacia el lado del mal y la distopía, como si supieran de antemano cómo terminan las cosas.
Del lado del optimismo esto puede ser ingenuo, cuando se desconocen posibles consecuencias negativas de los actos o directamente cruel cuando no se abren los ojos al mal presente, al sufrimiento del prójimo. El pesimista, como en el negativo de una imagen, ve los mismos contornos de las cosas, pero priman las sombras y la oscuridad. El pesimista vive del rencor y no de la gratitud, del aburrimiento y no del entusiasmo y del temor, no de la esperanza. El temor roba el futuro antes de que nazca, el temor aborta el futuro, es sobre todo estéril. A mí me da mucho que pensar la baja de la natalidad… para la que hay múltiples razones pero que manifiesta un cierto pesimismo hecho carne.
Una esperanza lúcida no desconoce los riesgos, ni minimiza los males, sino que se compromete en la búsqueda activa de un futuro más humano. Esperanza es acción confiada pero atenta a la realidad. Por eso, más allá de la preocupación, hasta cierto punto inútil de pretender descifrar cómo va a ser el mundo del futuro, se propone dejar todo, hacer todo lo que esté humanamente a nuestro alcance, con cierta independencia de los resultados, que no están asegurados de antemano. La esperanza lúcida no le resta nada a la seriedad decisiva y al dramatismo de la vida humana.
Por eso, en épocas de urgencia, de cambios exponencialmente acelerados y (aparentemente) irrefrenables, hace falta trascender el mero pragmatismo (corto y superficial) y preguntarnos de verdad a dónde queremos ir.
Como siempre, no es tan importante llegar rápido como llegar a donde uno quiere ir.
—¿Cómo puede un empresario o un líder de equipo salir de la lógica binaria del tecno-optimismo o tecno-pesimismo y cultivar una mirada más crítica y constructiva frente a la tecnología?
Las lógicas binarias son hijas de la tendencia tan humana a supersimplificar los problemas complejos. Un poco por pereza y otro poco por maniqueísmo es cómodo dividir el mundo en dos grupos: los inteligentes y buenos (nosotros) y los otros, pobres, a los que no asisten razones o no tienen buena voluntad. Ese es el espíritu de todas las polarizaciones, de las brechas que nos separan a los hombres. Progresistas y conservadores, ateos y creyentes, libertarios y kirchneristas… siempre ha sido un poco así.
Optimistas y pesimistas pueden caer también en esa tentación naif, de un cierto “grupismo”, y adoptar un aire de superioridad intelectual o moral que no hace justicia con la complejidad de lo real. Una mirada verdaderamente humana no renuncia a la capacidad de ponderar los cambios, de reconocer aciertos, de arrepentirse de los errores, y de llamar a todos.
En la relación con la tecnología esto es particularmente importante porque, debido a su presencia en todos y cada uno de los ámbitos de la vida y a su función como extensión del cuerpo, pasa a ser parte del ambiente, se naturaliza y podemos perderla de vista. Hace falta ganar perspectiva, mirarla a la cara y someterla a tela de juicio, como a cualquier instrumento, para sacarle verdadero provecho.
No viene mal recordar algunas obviedades, porque podemos olvidarlas: la tecnología está hecha para el hombre y no al revés. La lógica de la eficiencia y la utilidad, que es la de las máquinas, no hace lugar a lo verdaderamente humano que se nutre en el sentido y florece en los vínculos. El “tempo” humano que es el de lo viviente y de lo orgánico, el de los hábitos y el de los vínculos, no se puede acomodar al ritmo de reemplazo y obsolescencia de las máquinas. Al menos, no, sin perder su verdadera naturaleza. Un poema no se puede leer rápido, no se puede acelerar el crecimiento de un niño, una amistad verdadera requiere un tiempo de maduración.
—Hablaste de la importancia de valorar pasado, presente y futuro para no caer en simplificaciones. ¿Qué lugar ocupa la memoria —la historia de una organización, por ejemplo— a la hora de tomar decisiones con sentido ético?
En toda vida humana y en las organizaciones también, la mirada debe partir del pasado, recordar, para agradecer y, a veces, para perdonar. Así, se puede ponderar lo que ya no tiene ningún sentido, pero también lo que debe ser recuperado, y lo que merece ser conservado. Es la forma de acrisolar el valor que hemos logrado como humanidad. Luego, en el presente es necesario actuar, elegir, asumiendo que el futuro será, por acción u omisión, lo que decidamos hacer de él. El futuro, finalmente, es el lugar de los ideales, de aquellos sueños que son imposibles pero necesarios. Sin ideales, solo nos queda el cinismo o la autojustificación.

—Dijiste algo potente: que la historia va a donde nosotros queramos que vaya. ¿Qué condiciones se necesitan para que ese deseo colectivo —en una empresa, en una sociedad— se oriente hacia el bien común y no hacia intereses egoístas?
Creo que lo primero es reconocer que la realidad humana es compleja, ambivalente, que en el mundo hubo, hay y habrá bienes y males, porque están en nuestro corazón. Siguiendo la imagen evangélica, solo el que reconoce que en su campo hay trigo y cizaña puede luchar por ser mejor persona. Digo “luchar” porque no es imposible, no es absurdo, pero tampoco podemos darlo por sentado. Es curioso que muchas veces pensemos que el simple paso del tiempo alcanza para hacernos buenos, cuando en realidad solo nos envejece.
La esperanza cristiana se da en un justo medio entre la seguridad falaz de que uno ya está salvado (presunción) o la igualmente falsa convicción de que estamos condenados (desesperación). En la ética humana esto significa saber que podemos obrar bien o mal, y por ello tener mérito o culpa.
Luego, en las empresas, como en las familias, el ejemplo arrastra, sin necesidad de muchas campañas ni marketing alguno.
—En un contexto donde la palabra “valores” suele usarse como eslogan vacío, ¿cómo podemos distinguir un liderazgo verdaderamente ético de uno meramente decorativo? ¿Qué signos concretos deberíamos mirar?
Me parece que lo genuino se termina imponiendo siempre. La cáscara, el barniz y la simulación difícilmente resisten el paso del tiempo. Muchos filósofos han dicho que la verdad es subjetiva, pero no entendido esto, como que es relativa a cada uno. La verdad es para mí algo que me compromete como sujeto, lo que se manifiesta en mi vida, algo que honro porque me excede. Con los valores pasa algo parecido, pueden predicarse y recordarse, pero solo se transmiten como vibración o el calor en el contacto real con la persona. Creo que en todos los órdenes hemos sido testigos de la vida de personas que se gastan, que se “desviven” por lo que consideran importante. Ese es el verdadero tesoro que tenemos entre manos.
Inmersos en la velocidad cotidiana, Mariano Asla nos invita a bajar un cambio y recuperar profundidad. Su llamado a cultivar una esperanza consciente, a mirar la historia con gratitud y sentido, y a ejercer un liderazgo que se juegue en lo real, resuena como una oportunidad: la de volver a apostar, incluso en la incertidumbre, por aquello que vale la pena creer.