Un siglo de swing foráneo
Gigantes del jazz en Buenos Aires: historia secreta de una pasión

Periodista.
Desde Louis Armstrong hasta Diana Krall, las grandes figuras del jazz internacional encontraron en Buenos Aires un escenario vibrante y un público fervoroso. A lo largo del siglo, conciertos memorables, jam sessions y anécdotas insólitas tejieron una historia cultural tan desconocida como fascinante.
Buenos Aires, alguna vez llamada la “París de Sudamérica”, recibió a lo largo del último siglo a una constelación de estrellas del jazz internacional. En las primeras décadas del siglo XX, mientras el tango reinaba en los salones porteños, los ecos del ragtime y el swing llegaban tímidamente en discos y películas importadas. Pero no fue hasta mediados de siglo que los grandes jazzistas extranjeros comenzaron a aterrizar en suelo argentino, encendiendo la chispa de una edad dorada del jazz en Buenos Aires.
La década de 1950 marcó el inicio de las visitas históricas. En 1956, el célebre trompetista Dizzy Gillespie desembarcó en Buenos Aires para una estadía prolongada que los amantes del jazz aún recuerdan con asombro. Gillespie llegó como parte de una gira latinoamericana auspiciada por el Departamento de Estado de EE.UU., y su presencia fue toda una novedad en una ciudad donde el bebop era prácticamente leyenda. Durante una semana de shows en el Teatro Casino, Dizzy deslumbró con su trompeta y su carisma, y cada noche después de las funciones se lo podía ver de jarana en las jam sessions porteñas hasta la madrugada. En uno de esos encuentros nocturnos, ocurrió una escena digna de película: el saxofonista local Bebe Eguía, recién escapado del hospital, tomó prestado el saxo del norteamericano Billy Mitchell y se puso a improvisar *Body and Soul*. “Che Luzbe, traeme el saxofón del negro”, pidió Eguía antes de tocar, dejando al propio Mitchell emocionado hasta las lágrimas.
El buen humor de Dizzy también quedó en el folclore porteño: cierta noche apareció disfrazado de gaucho y a caballo para grabar unos tangos junto a la orquesta de Osvaldo Fresedo, en la boite *Rendez Vous*, interpretando clásicos como *“Vida mía”* y *“Adiós muchachos”*. Fue, según testigos, una travesura o un homenaje de Dizzy a la Argentina.
Al calor de esta visita fundacional, no tardaron en llegar otros gigantes. Louis Armstrong, quizás el músico más famoso de su época, vino al poco tiempo con su inconfundible sonrisa y su trompeta. La ciudad se rindió ante Satchmo, que entre recitales también disfrutó de la hospitalidad criolla: almorzó en casa del baterista argentino Leo Vigoda, saboreando comida judía casera, y terminó improvisando allí mismo. La velada fue tan entusiasta que la policía se presentó por denuncias de “ruidos molestos”, llevando a Armstrong a dar explicaciones en una comisaría porteña.
Por esos años también nos visitó el elegante Nat “King” Cole, quien conquistó al público cantando boleros en español con su voz de terciopelo, y la “Primera Dama del Jazz” Ella Fitzgerald, que debutó en Buenos Aires como número vivo antes de una función de cine – una modalidad de la época – dejando boquiabiertos a los espectadores del Teatro Gran Rex con su prodigiosa voz scat.
La lista de luminarias siguió creciendo en las décadas del ’60 y ’70. El pianista Duke Ellington llegó con su orquesta y, nada más pisar Ezeiza, preguntó con curiosidad: “¿Dónde está Oscar Alemán?”. Ellington conocía la fama del guitarrista argentino, y ese gesto de respeto anticipó un cálido encuentro. De aquella visita surgieron grabaciones en las que sus músicos registraron sesiones junto al pianista criollo Enrique “Mono” Villegas, fusionando swing yanqui con ritmo porteño.
También recaló en Buenos Aires el saxofonista Stan Getz, acompañado por un joven vibrafonista Gary Burton; ambos quedaron deslumbrados al escuchar al quinteto de Astor Piazzolla, que por entonces revolucionaba el tango con aires de jazz. En honor a la visita, Piazzolla les dedicó improvisaciones bandoneonísticas, creando un mágico cruce de lenguajes musicales bajo el cielo bonaerense.
No faltaron tampoco figuras como Ray Charles, quien hizo vibrar al público con su mezcla de jazz y soul, o el legendario showman Cab Calloway, cuya breve aparición en un teatro porteño – con su repertorio de *hi-de-ho* – tomó por sorpresa a quienes no imaginaban verlo en Argentina.
Las anécdotas pintorescas abundan. Sarah Vaughan ofreció un concierto de gala donde deslizó un tango en inglés, ganándose ovaciones. Charles Mingus sufrió una descompensación y terminó internado de urgencia en el Hospital Fernández, generando titulares que mezclaban jazz con crónica policial. Bill Evans, delicado arquitecto del piano moderno, dio en 1973 un recital íntimo en un cine de San Nicolás ante apenas un puñado de aficionados; los pocos presentes aún cuentan, con orgullo casi secreto, que escucharon a Evans tocar como en el living de su casa.
Incluso los músicos de la mítica Orquesta Count Basie llegaron de gira y se animaron a zapar con colegas locales. En una memorable sesión de estudio, integrantes de Basie grabaron con la banda del argentino Rodolfo Alchourrón en un clima de mutua admiración musical. Y cuando Johnny Hodges, saxofonista de Ellington, probó la cerveza artesanal Río Segundo, se inspiró tanto que compuso al vuelo un *blues* en honor a sus bondades espumosas – alegando en broma que aquella cerveza tenía swing propio.
Hacia fines de los ’70, la atmósfera comenzó a cambiar. La visita de Dizzy Gillespie en 1979 para un frustrado festival en Luna Park cerró simbólicamente un capítulo. A partir de entonces, la escena local enfrentó años difíciles, pero el jazz siguió su curso. En los ’80 irrumpieron nuevas fusiones: virtuosos como Chick Corea, John McLaughlin y grupos como Weather Report electrizaron al público. Aunque las figuras clásicas se espaciaran, la Argentina continuó recibiendo visitas ilustres: Miles Davis, Stan Getz, Herbie Hancock, Diana Krall, Wynton Marsalis y otros.
Hoy, el panorama es distinto. Las visitas relámpago reemplazaron a las estadías extendidas de antaño. Pero cada noviembre, el Festival Internacional de Jazz de Buenos Aires reaviva ese espíritu. Y en tono nostálgico, viejos melómanos evocan aquellas noches en que Armstrong tocó hasta que la policía dijo basta, o cuando Dizzy cabalgó vestido de gaucho. Relatos que suenan a mito, pero están documentados en fotos sepia y memorias fervorosas. Porque si el jazz es el arte del instante, Buenos Aires fue – y sigue siendo – un escenario donde ese instante brilló con luz propia.