Líder católico y pionero de la justicia social
Enrique Shaw: el empresario que eligió la fe antes que el poder

Historiadora y Periodista

En tiempos de confrontación, renunció al privilegio para dignificar al trabajador. Su legado empresarial y humano.
En una época marcada por el enfrentamiento entre capital y trabajo, por ideologías polarizadas y crisis sociales, Enrique Shaw se atrevió a proponer una tercera vía: la del Evangelio. Hijo de una familia acomodada, nacido en París en 1921, renunció a la comodidad para entregarse a una causa superior: construir un orden social cristiano en el corazón mismo del sistema económico. Su vida no fue la de un predicador, sino la de un empresario que creyó que la fe debía expresarse en la gestión diaria, en el trato con los obreros, en la forma de tomar decisiones.
Huérfano de madre a los cuatro años, fue criado bajo la promesa de su padre de educarlo en la fe católica. A los siete años hizo su Primera Comunión en la Basílica del Santísimo Sacramento y desde entonces su vida giró en torno a una fe profunda y concreta. Fue alumno brillante en el Colegio de La Salle y, a los catorce años, ingresó a la Escuela Naval, donde se destacó tanto por su rendimiento académico como por su vida espiritual.
Shaw parecía tenerlo todo: inteligencia, disciplina, una carrera militar ascendente, pero también la inquietud de un alma que quería más. Quería servir, no solo cumplir. En 1943 se casó con Cecilia Bunge, con quien tuvo nueve hijos. En su hogar se rezaba el Rosario en familia, se hablaba de Dios con naturalidad y se vivía la fe sin solemnidades artificiales. Su hija Sara María recordaría después: “Jugaba con nosotros de igual a igual, pero al mismo tiempo nos dirigía para que nuestros juegos fueran mejorando [...] Siempre nos transmitía el sentido de la vida cristiana, relacionándolo todo con el orden establecido por Dios”.
En 1945 fue enviado por la Marina a estudiar meteorología en Estados Unidos. Allí, en medio del ascenso profesional, sintió que su verdadera vocación estaba en otro lado. Decidió dejar la carrera militar para dedicarse a los trabajadores, a quienes veía como los olvidados del sistema. Sin embargo, un sacerdote lo hizo recapacitar: su lugar no era en la fábrica, sino en el mundo empresarial. Así lo entendió y así lo vivió: como un comandante, pero de empresas.
Al volver a la Argentina en 1946, ingresó a Cristalerías Rigolleau, una empresa con más de 4.000 empleados. Allí comenzó una revolución silenciosa: promovió el salario familiar, impulsó programas de formación, creó espacios de diálogo y propuso que el empresario fuera un agente de paz social. No lo hizo desde la ideología, sino desde el Evangelio. Estaba convencido de que “nada valía más en cada hombre que su dignidad de hijo de Dios”.
En una Argentina dominada por el conflicto entre peronismo y antiperonismo, entre sindicalismo oficialista y patronales conservadoras, Enrique Shaw se propuso superar el enfrentamiento. Fundó en 1952 la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), con el objetivo de formar empresarios conscientes de su responsabilidad social y espiritual. En el artículo 4 de sus estatutos se declaraba: “Nada importa tanto a los fundadores de la Asociación como dar un testimonio permanente de que también para el hombre y para los problemas contemporáneos hay un camino, una verdad y una vida, enseñados en el Santo Evangelio”.
En 1955, durante la persecución religiosa impulsada por el gobierno de Perón, Shaw fue detenido junto a otros miembros de la Acción Católica. Fue acusado falsamente de conspirar contra el presidente. Pasó días en una comisaría, sometido a interrogatorios humillantes. Pero nunca se quejó. Al contrario: ofrecía su dolor como parte de su fe.
En 1957 le diagnosticaron un cáncer que lo acompañaría hasta su muerte. No dejó de trabajar ni de impulsar iniciativas. Fue organizador del primer congreso de ACDE, promovió la doctrina social de la Iglesia y escribió reflexiones profundas sobre el sentido de la vida. En una de ellas expresó: “El Cielo es también un lugar de actividad, de plenitud, de unidad, de intercambio, o sea, de caridad. La explicación esencial es que Dios me llama y que la vida cristiana es la Eternidad comenzada en nuestra alma sobre la tierra para llegar en el Cielo a la unidad completa con Dios”.
Murió el 27 de agosto de 1962, el mismo día en que, décadas antes, había fallecido su madre. Fue sepultado en el Cementerio de la Recoleta, pero su vida no quedó enterrada allí. Por el contrario, su figura comenzó a irradiar con fuerza entre quienes lo conocieron, y con el paso de los años, su historia fue redescubierta por nuevas generaciones que encontraron en él una brújula moral en tiempos de incertidumbre. Enrique Shaw encarnó una rara coherencia entre pensamiento, palabra y acción.
En un país azotado por la confrontación política y la desconfianza social, él optó por el diálogo, por la justicia y por una forma de liderazgo profundamente humana. Supo ver en el empresario no a un mero generador de riqueza, sino a un agente de transformación, capaz de crear comunidad, de sembrar paz y de dignificar al prójimo a través del trabajo.
Su legado interpela a quienes creen que la ética está reñida con el poder, que la fe es ajena al mundo moderno o que el éxito económico debe alcanzarse a cualquier precio. Enrique Shaw demostró que se puede dirigir una empresa sin abandonar los principios, que se puede tener autoridad sin perder la ternura, y que se puede ser profundamente moderno sin dejar de ser profundamente cristiano.