Resistencia al cambio laboral
Los que no representan y dañan: gremios y sindicatos contra el progreso

Historiadora y Periodista

De los artesanos medievales a la CGT, una historia de frenos al cambio.
La historia del trabajo no es solo una historia de conquistas. Es también, y sobre todo, una historia de resistencias. Resistencias al cambio, al avance tecnológico, a la transformación de las estructuras productivas. Resistencias que, aunque muchas veces disfrazadas de lucha por derechos, han funcionado como freno a la modernización laboral. Una mirada retrospectiva permite ver con claridad cómo gremios, sindicatos y hasta medios de comunicación han cumplido un rol central en la defensa del orden establecido, aun cuando ese orden significara atraso, improductividad y estancamiento.
De los gremios medievales al poder político en las ciudades
Durante la Edad Media, los gremios nacieron como formas de asociación entre artesanos y comerciantes de un mismo oficio. Su objetivo inicial era loable: garantizar la calidad del trabajo, regular la producción, proteger a los aprendices y asegurar condiciones mínimas de competencia. Pero, como tantas otras instituciones, su evolución derivó en rigidez, privilegios corporativos y control del mercado.
En ciudades como París llegaron a existir más de 300 gremios distintos, con un nivel de especialización tan minucioso que rozaba lo absurdo. En Florencia, los gremios no solo regularon el trabajo: gobernaron. Junto a las familias patricias, ocuparon el poder político. Algunos de sus miembros incluso se encumbraron como aristócratas, como los Médici, que supieron combinar riqueza gremial y ambición dinástica.
El modelo, que en un inicio protegía al consumidor, terminó limitando la innovación. Cualquier intento de introducir nuevos métodos, técnicas o productos debía ser aprobado por la corporación. Lo que no estaba reglamentado, estaba prohibido. Así, el orden gremial funcionó como un corsé que impidió el desarrollo libre del talento y la productividad.
La Revolución Industrial y el miedo al progreso
La irrupción de la Revolución Industrial rompió ese esquema. Las fábricas, la producción en serie, la división del trabajo y la tecnología desbordaron el mundo artesanal. Los gremios medievales colapsaron, pero su espíritu resistió en otras formas. El caso más simbólico fue el del ludismo, un movimiento encabezado por artesanos ingleses entre 1811 y 1816, que destruyeron telares mecánicos y máquinas de hilar como protesta contra la pérdida de sus trabajos.
El ludismo, lejos de ser una anécdota romántica, representó una reacción colectiva contra el progreso. En lugar de adaptarse, muchos prefirieron atacar las máquinas. El temor no era irracional: la industrialización generaba desempleo estructural en ciertos oficios. Pero la respuesta fue destructiva. Las consecuencias inmediatas fueron sabotajes y violencia. Las fábricas británicas sufrieron ataques constantes, lo que obligó al gobierno a una represión severa. Sin embargo, el fenómeno marcó un precedente: el trabajo organizado podía, si quería, frenar la innovación.
Sindicalismo moderno: entre la defensa laboral y el bloqueo económico
Con el tiempo, el gremialismo dio paso al sindicalismo. Ya no se trataba de proteger oficios, sino de representar a los asalariados frente al capital. Esta transformación trajo importantes conquistas sociales: jornada de ocho horas, licencias, jubilaciones, obra social. Sin embargo, esa historia de lucha también tiene un reverso menos heroico.
En Argentina, a mediados del siglo XX, la resistencia al cambio tomó formas concretas y documentadas. Durante los gobiernos de Juan Domingo Perón y, luego, en la continuidad del modelo sindical, la CGT y los gremios rurales se opusieron activamente a la mecanización del campo. ¿La razón? Proteger los empleos rurales frente a la amenaza de los tractores y las cosechadoras.
La decisión tuvo consecuencias estructurales. Mientras países como Estados Unidos, Canadá o Australia incorporaban maquinaria agrícola y tecnología para aumentar su productividad, Argentina quedó rezagada. Se desalentó el uso masivo de fertilizantes y se retrasó la transición hacia un agro moderno. El empleo se sostuvo artificialmente, pero a costa de la competitividad.
En los años 60, incluso con la expansión de nuevas tecnologías, la estructura sindical conservó privilegios que atentaban contra la eficiencia. La retórica peronista —reproducida y amplificada por muchos medios afines— apuntaba a “humanizar” el trabajo. En la práctica, ese discurso se utilizó para legitimar medidas que impedían despidos, bloqueaban automatizaciones o prohibían reformas en convenios obsoletos.
La historia laboral está atravesada por una tensión constante: proteger derechos sin bloquear el desarrollo. Los gremios medievales, los sindicatos modernos y los medios que los acompañaron han oscilado entre ambas posturas. Pero cuando el miedo al cambio se impone a la necesidad de progresar, el costo lo paga toda la sociedad. La clave no está en destruir las máquinas ni en frenar la innovación, sino en reconvertir el trabajo. Porque la verdadera dignidad laboral no está en la permanencia, sino en la capacidad de adaptarse a un mundo en transformación.