Historia y política
El peronismo: una religión sin milagros

/https://newstadcdn.eleco.com.ar/media/2025/10/peron.jpeg)
El movimiento que decía defender a los trabajadores terminó destruyendo el trabajo y fabricando pobres estructurales.
En 1946, Juan Domingo Perón llegó al poder prometiendo redención para los trabajadores y grandeza para la nación. En los hechos, inauguró una maquinaria de poder que transformó la política argentina en un culto personalista y al Estado en una fábrica de privilegios.
Lo que comenzó como un movimiento sindicalista terminó convertido en una religión política donde el gasto público fue sinónimo de justicia y la emisión monetaria, de patriotismo.
El primer gobierno peronista impuso un Estado hipertrofiado, paternalista y autoritario, con nacionalizaciones compulsivas, controles de precios y sindicatos subordinados al poder. En pocos años, las reservas del Banco Central —que la Argentina había acumulado durante la Segunda Guerra Mundial— se evaporaron.
La inflación pasó del 3,9 % en 1944 al 50,2 % en 1951, según datos oficiales. Así nació el patrón económico más destructivo del siglo XX argentino: gastar más de lo que se tiene y tapar el agujero con emisión. El país nunca se recuperó de ese vicio.
Un modelo de miseria recurrente
La historia económica argentina puede contarse como una sucesión de crisis peronistas. Cada ciclo sigue el mismo libreto: populismo, gasto desmedido, déficit, inflación y colapso.
El economista Emilio Ocampo, en Populismo y decadencia argentina, lo resume sin rodeos: “El país dejó de competir por talento y comenzó a competir por favores”.
El peronismo creó una economía sin productividad, una sociedad sin mérito y una política sin límites. Los subsidios reemplazaron al trabajo; la lealtad partidaria, al mérito; y la mentira estadística, a la verdad económica.
Un estudio de la Latin American Economic Review confirma que las políticas redistributivas sin disciplina fiscal “reducen los incentivos productivos y fomentan la volatilidad institucional”. En criollo: el pan de hoy fue el hambre de mañana.
De potencia mundial a país mendigo
En 1910, la Argentina era una de las diez economías más ricas del mundo.
Cien años después, había caído al puesto 60, y el sueño de progreso se había convertido en un espejismo.
El economista Angus Maddison estimó que entre 1950 y 2000 el PBI per cápita argentino creció solo un 1,1 % anual, mientras que Chile creció al 2,2 % y Corea del Sur al 5,8 %.
La diferencia no fue geográfica ni cultural: fue política. Mientras otros países apostaron a la productividad, Argentina eligió el populismo.
Los gobiernos peronistas —en todas sus variantes— ahuyentaron la inversión, expropiaron empresas, destruyeron el crédito y castigaron el ahorro. Cada vez que el país intentó salir del pozo, el peronismo volvió con su fórmula mágica: más gasto, más controles, más pobreza.
La paradoja de la pobreza: el movimiento de los pobres que fabrica pobres
Pocas ironías son tan crueles como esta: el peronismo, que nació en nombre de los trabajadores, dejó a la mitad del país sin trabajo formal ni horizonte.
Durante la década kirchnerista (2003–2015), las cifras oficiales fueron manipuladas, pero las estimaciones privadas ubican la pobreza entre 25 y 30 %.
Para 2023, la inflación anual superaba el 200 %, una de las más altas del planeta, mientras el peso argentino se desplomaba y los salarios perdían 40 % de su valor real.
En 2024, el nuevo gobierno recibió un país devastado: más de la mitad de la población bajo la línea de pobreza (52,9 %), según AP News.
Un año después, y tras el fin del control de precios y la emisión desenfrenada, la pobreza se redujo al 38,1 %, con un aumento del ingreso real del 64,5 %. La conclusión es directa: cuando el peronismo se va, la pobreza baja.
Un sistema de poder, no una doctrina
Más que una ideología, el peronismo es una estructura de sometimiento. Su base no es la producción sino la dependencia.
El clientelismo se volvió su forma natural de existencia: los planes sociales como moneda de voto, el empleo público como chantaje y la pobreza como herramienta de control.
En provincias como Formosa, Santiago del Estero o La Rioja, el empleo estatal supera el 45 % de la población activa. No hay economía real que sobreviva a semejante parasitismo.
Un informe del CIPPEC reveló que el 70 % del gasto social argentino está politizado y depende del signo del gobierno de turno.
El peronismo no combate la pobreza: la administra. Porque necesita de ella para perpetuarse. Es un círculo perfecto de degradación: el Estado reparte, la gente depende, el voto agradece.
Corrupción e impunidad como política de Estado
Desde los primeros años de Perón hasta los escándalos del kirchnerismo, la corrupción fue el cemento invisible que sostuvo el sistema.
El peronismo moldeó un aparato de poder donde la impunidad es norma y la ética, una rareza.
Casos como los bolsos de José López o las fortunas inexplicables de contratistas estatales como Lázaro Báez son solo la punta del iceberg.
El propio kirchnerismo convirtió la palabra “corrupción” en un sinónimo de gestión.
Según Transparencia Internacional, en 2023 la Argentina ocupaba el puesto 98 de 180 países en el índice global de corrupción, detrás de Uruguay (18) y Chile (32).
La cultura política peronista, centrada en el líder y no en las instituciones, dejó un país donde la ley depende del poder, no del derecho.
El populismo eterno: pan para hoy, ruina para siempre
El modelo peronista —ya sea con Perón, Menem, Kirchner o Fernández— repite la misma ecuación: gasto público desbordado, subsidios masivos, controles de precios y emisión monetaria.
Una fórmula que otorga poder inmediato y popularidad efímera, pero destruye el futuro.
El resultado es un país agotado, con más empleados públicos que trabajadores industriales, con fuga de talentos, y con una clase media asfixiada entre impuestos y desesperanza.
La herencia más profunda: la cultura del fracaso
Más allá de los números, el peor daño del peronismo fue cultural.
Creó una mentalidad de víctima, un país que culpa a los “ricos”, al “imperialismo” o al “neoliberalismo” de sus desgracias, mientras ignora su propia responsabilidad.
Instaló el odio al mérito, el desprecio por el esfuerzo y la idea de que el éxito individual es una traición al pueblo.
Argentina no se hundió por falta de recursos, sino por exceso de peronismo.
Porque cada vez que el país intentó modernizarse, el aparato justicialista lo saboteó.
Y porque cada generación creció creyendo que vivir del Estado era un derecho, no una tragedia.
El precio de un mito
El peronismo fue, y sigue siendo, la enfermedad crónica de la Argentina.
Una patología que disfrazó el asistencialismo de justicia, la emisión de progreso y el clientelismo de amor al pueblo.
Desde 1946, los gobiernos peronistas han dejado un saldo innegable: 22 recesiones, 9 defaults, 15 planes de estabilización y una pobreza estructural que ya supera las cuatro generaciones.
La Argentina que alguna vez prometía ser potencia mundial se convirtió en un país acostumbrado al fracaso.
Y mientras no se cure del virus peronista —esa mezcla de autoritarismo, dependencia y corrupción—, seguirá repitiendo el mismo destino: pobreza, inflación y decadencia.